EDITORIAL

Violencia política e inseguridad social

Aunque muchos se resistan a creerlo, la Argentina sigue siendo uno de los países más seguro de América latina o, para ser más preciso, un país donde la tasa de delitos de sangre está muy por debajo, por ejemplo, de México, Brasil, Colombia o Venezuela. Ello no impide que cada vez con mayor frecuencia se produzcan crímenes horribles como los que ocurrieron esta semana en la localidad de Cañuelas y que periódicamente ocurren en diferentes puntos del país, o señalar que es preocupante el crecimiento de la tasa de homicidos y delitos relacionados al narcotráfico.

Asimismo, crece la presunción entre amplios sectores de la opinión pública que la violencia política puede desarrollarse, como lo demuestran los hechos protagonizados por “Los Dragones” en Chubut o los cada vez más reiterados anuncios hechos por dirigentes sindicales. En todos los casos, la memoria colectiva no pude menos que dejar de asociar estos hechos con los acontecimientos provocados en la década del setenta con su secuela de violencia y sangre. Por otro lado, dirigentes políticos de diferente signo han empezado a atribuir la violencia y la inseguridad a los errores de sus adversarios. Es lo que ocurre, por ejemplo, con algunos voceros de “La Cámpora” que no dudan en imputar la violencia que desde hace años existe en el conurbano a los desaciertos del gobernador Daniel Scioli. Por su parte, desde la provincia de Buenos Aires no vacilan en reprocharle al gobierno nacional la responsabilidad de lo que está sucediendo por su empecinada negativa a enviar recursos que necesitarían para desarrollar una eficaz política de seguridad pública.

Está demás decir que estas refriegas cada más frecuentes entre dirigentes producen muy mala impresión a una opinión pública que sospecha, con buenos fundamentos, que los políticos están más interesados en obtener réditos propios que en resolver los problemas derivados de la inseguridad. El tema preocupa porque los problemas son cada vez más serios y, más allá de las explicaciones sociológicas o económicas que se den desde el poder para explicarlos, lo que la gente reclama son soluciones inmediatas.

Por desgracia, estos reclamos no son fáciles de satisfacer. Se sabe al respecto que dar más poder a la policía o gendarmería provocaría el riesgo de incentivar la violencia, la corrupción y el gatillo fácil. Por otro lado, exigirle a los jueces que actúen con más severidad, reclamaría políticas de tolerancia cero, cuyos costos son muy difíciles de afrontar en la complicada coyuntura económica en la que estamos viviendo.

De todo esto se desprenden conclusiones que la dirigencia política nacional haría muy bien en tener en cuenta. Si efectivamente la seguridad es un problema nacional y un reclamo de toda la sociedad, los políticos deberían preocuparse por deponer sus diferencias menores para elaborar estrategias compartidas. Para ello es importante el consenso y la legitimidad, dos requisitos que hoy están ausentes. Un comportamiento de este tipo sería mucho más eficaz que las altisonantes declaraciones sectoriales manifestando compartir la angustia de la gente, aunque en los hechos el único interés real sea beneficiarse particularmente.