Preludio de tango

Antonio Agri, el violín de Piazzolla

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Manuel Adet

Una buena historia es la que admite contarse desde diferentes lugares. Sobre todo cuando se trata de la historia de un personaje interesante, talentoso, como fue el violinista Antonio Agri. Podría empezar, por ejemplo, cuando le dijo a su padre que deseaba estudiar violín; o cuando llegó al Teatro Colón; o en el momento en que fue aclamado en Londres; o cuando interpretó “Otoño porteño”, “Los mareados”, “Romance del diablo” “Ciudad triste”, o uno de sus grandes hallazgos musicales: “Retrato“ de Alfredo Gobbi.

Los abordajes pueden ser diversos, pero apuntan en la misma dirección: indagar sobre el itinerario musical y creativo de uno de los grandes violines del tango. Reconstruir su biografía incluye datos, fechas, pero lo más importante es dilucidar cómo se fue gestando una obra, una singular e intransferible manera de interpretar y, en algún momento, componer.

Por lo pronto, podemos iniciar estos breves trazos biográficos en el momento en que Nito Farece, el violinista de Aníbal Troilo, lo recomienda a Astor Piazzolla. Corría el año 1962. Ese año, el gran maestro se había lanzado a formar su “Quinteto Nuevo Tango”, que estará integrado -además de Piazzolla y Agri- por Jaime Gosis, Oscar López Ruiz y Kicho Díaz.

No era fácil convencer a Piazzolla. El hombre era exigente, obsesivo y no tenía empacho en despedir a los que consideraba que no estaban a la altura de sus exigencias. Esa tarde lo escuchó por primera vez al muchacho que llegaba de Rosario. Observó que el violín no era de buena calidad y que el ejecutante no parecía haber realizado estudios académicos muy avanzados. Por la mitad de esas carencias, Piazzolla pegaba un portazo y el aspirante se quedaba en la calle haciendo señas. Sin embargo, los testigos aseguran que, para la sorpresa y asombro de todos, el maestro quedó maravillado con el sonido que ese muchacho aparentemente improvisado le arrancaba al violín . Así se ganó Agri su puesto en el grupo más renovador y exigente de su tiempo.

Piazzolla nunca se arrepintió de su elección. Cada vez que se presentó la ocasión, ponderó la calidad de su violinista. Sus frases al respecto fueron célebres y ya forman parte de la leyenda. “Tengo un violinista -decía- que es Vardarito, Francini y Bajour al mismo tiempo”. La frase despertó la curiosidad de muchos y los recelos de algunos. ¿Por qué no Varalis?, se preguntaron los más aprensivos, sabiendo de antemano que esos interrogantes nunca sería respondidos, pero sabiendo, también que Piazzolla no era un hombre de elogios fáciles.

Diez o doce años estuvo con Piazzolla este violinista que se decía seguidor de Elvino Vardaro y Raúl Kaplún. El Quinteto Nuevo Tango se transformó en el Nuevo Octeto. Agri no aprendió a tocar el violín con su maestro, pero estimulado por este creador excepcional, desarrolló al máximo sus facultades. ¿Ejemplos? A Piazzolla le pertenecen el concepto de roña para referirse a una manera muy especial de templar el instrumento. La roña del autor de “Adiós Nonino”, es el yeite del que después hablará Agri o, para decirlo de una manera más civilizada, la cadencia, que mencionaba Sebastián Piana. El yeite, el barro, la roña, consiste en un tipo de ejecución muy personal, en la que se trabajan recursos y procedimientos que sólo se obtienen con la experiencia y una sensibilidad especial. Se trata de una manera de colocar y acariciar el arco, una manera muy íntima de arrancarles sonidos viejos y nuevos. Sin ese barro o esa cadencia, no hay tango, dicen los entendidos y, tal vez, no se equivoquen. Las nuevas generaciones darían lo que no tienen por aprender esos trucos, esas improvisaciones, que los grandes músicos adquieren ensuciándose los zapatos y las manos en infinitos escenarios y veladas nocturnas.

Agri llegó a la orquesta de Piazzolla cuando tenía casi treinta años. No era, lo que se dice, un hombre mayor, pero hacía rato que había dejado de ser pibe. Su relación con el violín se remontaba a su niñez, al tiempo de los pantalones cortos. El hombre había nacido en Rosario el 5 de mayo de 1932. En su adolescencia, fue alumno de Dermidio Guastavino y no había cumplido los quince años cuando ya estaba trepado en los escenarios con su violín. Después llegó el aprendizaje acelerado en Rosario, al lado de eximios maestros como Juan Chesa, Lincoln Garrot y José Sala. En algún momento, el muchacho integró un cuarteto con José Puerta, Omar Mustagh y ese gran bandoneonista que fue Antonio Ríos. Para esa época, constituyó el conjunto de arcos Torres-Agri. Todavía era un pibe, pero ya Rosario le empezaba a quedar chico. Los argentinos sabemos que Dios atiende en Buenos Aires y el tango no es una excepción a esta verdad desagradable pero evidente.

O sea que cuando el joven rosarino se presentó ante Piazzolla, ya llevaba en las costillas quince años de trajinar por escenarios con músicos de diferente nivel, ganándose la vida como podía en pueblos polvorientos, modestos salones y sospechosos locales nocturnos. A diferencia de sus colegas porteños, no exhibía una trayectoria en las grandes orquestas de su tiempo, pero lo que la suerte o el destino le habían negado, lo compensaba con talento y ese aprendizaje tan especial en el tango que no necesita de la farándula porteña para obtener las mejores calificaciones.

De todos modos, algunos gustos pudo darse con los grandes bonetes del tango. Con su modesto violín, que carecía de marca importante aunque ello no impedía que él le arrancara sonidos sorprendentes. Agri reforzó las orquestas de Osvaldo Fresedo, Alberto Caracciolo y Roberto Pansera. Y lo hizo a su manera, es decir, a la perfección.

Para fines de los años sesenta, ya era una de las primeras espadas de los violines del tango, un músico cuyo nombre estaba a la altura de sus contemporáneos más exigentes. Su linaje se remontaba a esos grandes ases del violín como fueron el Negro Casimiro, Ernesto Ponzio, Tito Rocatagliata, Alcides Palavecino, Pepino Bonano, Raúl Kaplún Antonio Rodio, Julio de Caro y Agesilao Ferrazano.

En 1968, fue el violín solista de la operita “María de Buenos Aires”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer. En su momento, fue cofundador del Quinteto Real en compañía de Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Leopoldo Federico (reemplazado por Néstor Marconi) y Omar Mustagh (reemplazado por Oscar Giunta)

A la consagración local le sucedieron las giras por el mundo. Su violín fue ponderado por los grandes. Actuó en el Teatro Olympia de París y se dio el gusto de grabar como solista invitado con la Royal Fhilarmonic de Londres. El Teatro Colón le abrió sus puertas y en 1974 se integró como violinista en su Filarmónica. Se dice que Piazzolla estaba furioso. No podía entender que un músico de su valía prefiera un anónimo atril en una orquesta a la gloria de recorrer el mundo interpretando los mejores tangos. Agri lo escuchaba y sonreía. Amigo del perfil bajo, decía, citándolo a Atahualpa Yupanqui, que “hay músicos que tocan para deslumbrar y otros que prefieren alumbrar. Yo -concluía- no pretendo deslumbrar a nadie”.

No se autopromocionaba, no era pedante ni farolero, pero el gran cellista Yo Yo Ma lo convocó para que lo acompañara en Estados Unidos en la composición de un disco que se llamó “Yo-Yo Ma, soul of tango”. En París, lo acompañó al guitarrista español Paco de Lucía y en esa ciudad, tan hospitalaria para el tango y los tangueros, constituyó con el bandoneonista Juan José Mosalini el “Mosalini- Agri tango” integrado, además, por Osvaldo Caló, el guitarrista Leonardo Sánchez y Roberto Tomo.

A Agri siempre le gustó definirse como intérprete, pero en su madurez incursionó en la composición. Temas como “Carambón”, y “SP de nada”, son de su autoría. También merece citarse “Kokoró-Kará”, con José Carli. Sus últimos años fueron pródigos en creaciones y reconocimientos. El cáncer lo mordió cuando aún tenía mucho para dar. Murió el 17 de octubre de 1998. Su hijo Pablo ha demostrado ser un digno heredero.