Enloquecido por el mar

Enloquecido por el mar
 

Tras un proceso de seis o siete años, hoy hace 14 que Carlos Hiller se dedica exclusivamente a pintar imágenes submarinas.

La historia de un santotomesino que navegó el Paraná en balsa. Hoy vive en Costa Rica y se dedica a pintar escenas submarinas y a brindar charlas de concientización ambiental, porque “una sola persona puede generar un cambio”.

TEXTOS. FLORENCIA ARRI.

“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al Sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: -Ayúdame a mirar”.

Eduardo Galeano, El libro de los abrazos.

Carlos Hiller hace años que ayuda a mirar el mar, el océano y los animales deslumbrantes que viven en su azul profundo. Su tez blanca, tal como los ojos transparentes y las manos con que plasma imágenes submarinas en óleos y muros no nacieron ni crecieron bajo el sol del Caribe sino en plena llanura: es de Santo Tomé, y vive desde hace 20 años en “la pura playa” de Guanacaste, en el norte de Costa Rica, donde se dedica a admirar y pintar el océano, su pasión.

Los costarricenses lo reclaman como propio e incluso lo adoptaron como a un nativo: le dieron su ciudadanía y lo presentan como embajador cultural de sus mares en eventos artísticos y turísticos de todo el mundo. Carlos no reniega de su sangre santotomesina, la reafirma al punto de animar a otros a seguir su sueño y alcanzarlo sin excusas.

A sus cuarenta, es el tercero de los siete hermanos Hiller y desde muy chico imaginó el mar y sus profundidades, aún antes de conocerlo. “Rastreando la presencia del mar en mi vida me acordé que de chico mis papás me regalaron un fascículo coleccionable de Jaques Cousteau. Con él venía un Calypso para armar, una réplica de cartón del barco en que Cousteau navegaba haciendo exploración científica y documentales. Tenía seis o siete años y me imaginaba inmerso en los mares, investigando”. Pero la vida lo hizo conocer la pintura mucho antes que el mar. Iba a la Escuela Juan de Garay y no sabía que iba a ser pintor. Sus padres -Brunilda Heidel y Erico Otto Hiller- debieron ver algún indicio porque lo enviaban a un taller de pintura después de la escuela, y más tarde a tomar clases con el artista plástico Eduardo Gallino. Por aquellos días, la pintura era sólo un pasatiempo; nunca imaginó que sería su modo de ganarse la vida .

“Conocí el mar a los quince años, cuando me fui de mochilero por todo el país, con un amigo. Para desesperación de mis padres, desde muy chiquito andaba dando vueltas por todo el país; no me podían parar, tenía espíritu aventurero”, contó Carlos, sin demasiadas risas. Conoció las aguas saladas en Mar del Plata, pero llamaron demasiado su atención. Por esos días tenía más relación con las aguas dulces del Paraná, “porque nos íbamos con unos amigos a la isla con la excusa de pescar y la intención de vivir aventuras. Me gustaba ver animales; me dedicaba a dibujarlos, a escribir datos y buscarlos en libros en una especie de afición. El ambiente acuático siempre me atrajo, de diferentes modos” (Ver “En balsa, por el Paraná).

UN LUGAR EN EL MUNDO

Como en un rompecabezas, cuando Carlos decidió partir mochila al hombro a descubrir el mundo tenía experiencia en la aventura para espantar los miedos, la pintura como herramienta y una creciente inquietud por conocer animales y mares.

Fue sólo dos años después -a los 19-, y después de abandonar la carrera de Biología Marina en Puerto Madryn, comunicó a su familia que estaba decidido a recorrer el continente. Descubrió que, “con la facilidad del idioma, me era muy fácil relacionarme con la gente y que me inviten a sus trabajos, casas y amigos”. En vísperas de Navidad, al poner un pie en Colombia, Carlos se quedó sin dinero. “Así fue como me puse a vender arbolitos en la calle y fue un éxito rotundo. El dueño del negocio lo atribuía a que era el único rubio de ojos claros que vendía arbolitos de navidad en esa ciudad”.

Con ese combustible, recorrió por tierra Panamá, vivió un tiempo con los nativos y, casi sin dinero, “me la rebusqué para atravesar la selva en zonas donde no hay carretera”.

En la búsqueda, la única constante fue la pintura, “incluso cuando viajaba por la selva, cuando crucé el Amazonas en uno de los viajes... siempre me las ingeniaba para dibujar y pintar de algún modo”.

En las cálidas costas de Costa Rica, este santotomesino halló la respuesta a su búsqueda, la razón de la pulsión que palpitó desde sus primeros años y que alimentó el vértigo de tanta aventura. “Allí encontré mis pasiones, ésas que tenía de chico y casi no reconocía, el sueño de vivir en un lugar donde se encontraran el mar y la selva. Mi cabeza hizo click, y me dije a mí mismo que ése era mi lugar en el mundo”. Con esa clara determinación y apenas 20 años, “regresé a Argentina, otra vez por tierra solamente, para llegar y decirle a mis padres que quería vivir allá, en Costa Rica. No sabía a hacer qué, pero tenía claro que quería estar allá”. Así volvió a Santo Tomé y trabajó en la pizzería de su amigo Maximiliano para poder viajar. Nueve meses después regresó a las aguas de Costa Rica, de las que no se apartó jamás.

“En Costa Rica hice absolutamente de todo” cuenta Carlos, sin tapujos, y da cuenta del recorrido. Al principio fue empaquetador en una fábrica de jabones -“el único trabajo que no resistí porque era insalubre; al bañarme no necesitaba jabón, con sólo colocarme bajo el agua hacía espuma”-. Después pintó rejas y realizó y vendió pequeñas esculturas en acrílico que oficiaban de base de artesanías. Curiosamente, tenían formas de delfines, peces vela y animales marinos.

DE TODO

En la vida de Carlos Hiller, la pintura que hoy es su modo de vida se hizo un lugar en sus días primero como inquietud, luego como pasatiempo e incluso como el modo de canalizar el exceso de belleza natural que seducían sus ojos. Fue también la herramienta que salió a relucir como modo de vida cuando no hubo nada más por hacer.

“Puse una pequeña fábrica de carteles que fueron cada vez más grandes y llegaron a ser vallas de carreteras”, recuerda, hilarante. El emprendimiento se volvió empresa al mudarse al estado de Guanacaste, donde se deslumbró con las playas y “empecé a pintar el mar. Mi primera incursión fue con una mascarilla de buceo, nada más haciendo snorkeling -buceo por apnea-. Lo que vi fue tan maravilloso que empecé naturalmente a pintarlo. Mi primer cuadro un óleo basado en una fotografía, todo azul. Por entonces no tomaba la pintura como algo serio, pero al ver el resultado quedé impresionado: la profundidad del color me llamó mucho la atención. Quedé enloquecido por el mar”.

Primero cambió un cuadro por un curso de buceo. Tras el exitoso trueque comenzó a pintar carteles para empresas de buceo, “y antes de darme cuenta estaba totalmente de cabeza en el mundo submarino. A partir de ahí, fue todo lo que pinté”.

Tras varios buceos, Hiller notó que su por más prolífica que fuera su obra “los cuadros se vendían muy rápido, no tenía ninguno para mostrar. Así tomé la arriesgada decisión de no pintar más carteles, de dedicarme a pintar paisajes submarinos”.

SUMERGIDO EN AZUL

Tras un proceso de seis o siete años, hoy hace 14 que Carlos Hiller se dedica exclusivamente a pintar imágenes submarinas. Fiel a su espíritu inquieto, no se quedó en su atelier: fundó una galería privada en Guanacaste, a 20 minutos de Playa del Coco, que lo tiene como artista residente en dos salas con “Escenas submarinas”. También exhibe sus obras en ferias y shows de buceo, y representa a Costa Rica como embajador cultural y turístico.

Hoy “hago de todo lo que pueda abarcar el océano. Eso incluye retratar animales y paisajes submarinos, de eso vivo. No me gusta pintar un escenario ni un animal puntual, sino el ambiente submarino, es envolvente. Trato de transmitir la sensación de estar dentro del mar. Vi la posibilidad de pintar cada vez más grande; quizás por la experiencia de pintar carteles me siento muy cómodo al trabajar en grandes dimensiones”. Fue por ese trabajo que lo invitaron a pintar murales en diferentes lugares, como en Isla del Coco, un lugar mítico. “De algún modo me enamoré de la isla, de los tiburones y su problemática, estoy metido de cabeza en ella”.

Este artista santotomesino hoy va más allá del arte: también participa en Misión Tiburón, ONG que trabaja por la conservación marina. Hoy, Carlos dicta charlas de concientización ambiental a chicos de Costa Rica y de todo el mundo; incluso de Santo Tomé, donde estuvo presente hace dos semanas y visitó unas diez escuelas.

“Descubrí que la pintura es un medio excelente para mostrar las maravillas del océano. No me considero activista porque no quiero el litigio, ni forzar a nadie; creo en la educación de los niños. Creo que les puede pasar como a mí con el Calypso de Cousteau, como ese barquito de cartón para armar. En algún momento, en la infancia, podés dejarle una idea a los niños para que sigan trabajando. Uno nunca sabe: de una charla pueden nacer un montón de iniciativas, uno de ellos puede convertirse en un enamorado del mar, en un próximo conservacionista , alguien que puede generar un cambio. Creo que una sola persona puede generar un cambio, y todos a la vez podemos ser partícipes de un cambio”.

EN LA WEB

http://www.carloshiller.com/

censinai1.jpg

EN BALSA, POR EL PARANÁ

Quizás en los albores de una inclinación por llevar las cosas al extremo, tras conocer gran parte del país en dos viajes como mochilero, al cumplir 17 años Carlos decidió embarcarse -en forma literal-, en una aventura mayor. “A modo de despedida, al terminar el secundario, nos propusimos llegar en balsa hasta el Río de la Plata”.

El trío se completaba con Darío Rafano y Maximiliano Cortesse, quienes trabajaron de mil modos e hicieron colectas para reunir todo lo necesario y construyeron la embarcación con sus propias manos. La empresa se convirtió en Proyecto Paraná, una travesía de veinte días que no estuvo exenta de contratiempos. Darío, Maximiliano y Carlos partieron en balsa sobre las aguas del Paraná y desde la orilla de enfrente de la ciudad homónima y llegaron hasta Olivos, donde su lecho se ensancha en el Río de la Plata. La travesía “fue más complicada de lo que pensábamos, tuvimos que enfrentarnos a tormentas, incluso a una sudestada; a veces el río nos conducía por canales que no deberíamos haber tomado y teníamos que remolcar la balsa por toda la costa, a pie, y hasta empujándola por arenales... También nos enfrentamos al transporte de transatlánticos, grandes barcos de carga, algo que no teníamos previsto. Por suerte, como teníamos permiso de Prefectura para navegar, todos estos barcos estaban avisados de que se iban a encontrar con una balsa de determinadas características y tenían cuidado -recordó Hiller-. Más allá de los desafíos y la conexión con la naturaleza, lo más importante fue el vínculo que logramos entre nosotros, el factor humano, la forma en que nos conectamos y con que solucionamos todo”.

con niños2.jpg
proyecto parana.jpg

“Descubrí que la pintura es un medio excelente para mostrar las maravillas del océano. No me considero activista porque no quiero el litigio, ni forzar a nadie; creo en la educación de los niños.