Crónica política

¿Réquiem para la reelección indefinida?

¿Réquiem para la reelección indefinida?
 

Rogelio Alaniz

Es probable que la movilización del jueves pasado haya sido el cortejo que anticipó los funerales de la reelección de la señora. Después de semejantes campanadas de alarmas, sólo los sordos pueden seguir insistiendo en una letanía que violenta las instituciones y violenta a una amplia mayoría de la población.

Insistir con lo mismo sería reeditar las condiciones de 2008, cuando una amplia mayoría de la sociedad ocupó las calles de todo el país contra las retenciones, pero sobre todo contra la prepotencia de un gobierno que suponía que estaba autorizado a hacer lo que se le diera la gana. No, no le conviene a los Kirchner volver al 2008, entre otras cosas porque ahora no va a estar Cobos para salvarlos de la catástrofe.

Lo mejor que puede hacer el gobierno nacional es prepararse para concluir su mandato de la mejor manera. No es un mal destino, no debería serlo; es lo que señala la ley y lo que advierte el sentido común. Un gobierno democrático concluye su mandato y entrega los atributos del mando a quien sea elegido en un nuevo comicio. Lo que debe entender la señora -y deben entender los peronistas- es que los gobernantes no son monarcas, no llegan al gobierno para quedarse toda la vida. Es lo que entendieron los mexicanos hace más de ochenta años, cuando acordaron que el presidente dispone de todos los atributos del poder durante seis años, pero cuando concluye el mandato desaparece de la vida pública, con lo cual se puso fin a las pretensiones cesaristas de los mandatarios y a esa otra plaga que en su momento denunció Alberdi: los ex presidentes con aspiraciones de retornar al poder.

Como dijera Lincoln, un presidente es un inquilino en la casa de gobierno. Esto quiere decir que es alguien que cumple su mandato y se vuelve a su casa. Es lo que han hecho, por ejemplo, Sanguinetti, Lacalle y Vázquez en Uruguay; Cardoso y Lula en Brasil; Frei, Lagos y Bachelet en Chile. Nada diferente a lo que hicieron Clinton y Bush en Estados Unidos; Thatcher y Blair en Inglaterra; González y Aznar en España; Mitterrand y Sarkozy en Francia. Todos gobernaron, ejercieron el poder y, cumplido el mandato, regresaron a sus casas. Es el destino de todo gobernante democrático. Ojalá sea el de la señora. No es una sanción, no es un castigo, es lo que corresponde, es el gran acuerdo al que arribó la modernidad para ponerle fin al despotismo y a las monarquías absolutas. La otra alternativa son los tribunales o la cárcel.

‘Soy un inquilino en la Casa Blanca‘, repetía Lincoln. A esa verdad sencilla y austera la señora no la entiende o no le gusta. Ella no se cree inquilina, se cree propietaria. Supone que llegó a la Casa Rosada para quedarse para siempre. Quienes la frecuentan, observan que cuando comenta orgullosa las refacciones que se han hecho en el edificio, lo hace con la vanidad de una dueña de casa.

Todos sus actos y sus gestos, desde los pequeños a los grandes, apuntan hacia la perpetuidad. Le gusta el poder y no lo disimula. Le gusta el poder sin límites y sin condiciones. Disfruta de sus beneficios, de sus privilegios. Ella y sus colaboradores. Alguien dirá que a todos los políticos les gusta el poder. Es verdad, no hay político sin una ambición fuerte por el poder. Pero lo que diferencia a un demócrata de un déspota, es que uno acepta límites, controles y periodicidad, mientras que los otros aspiran al absoluto.

Después están los argumentos, las excusas, los justificativos. Luis XIV no tenía demasiados problemas. Declaraba que ‘L’etat cést moi‘ y listo. Con los años, al discurso del poder hubo que pulirlo un poco. Detalles más, detalles menos, dos pretextos legitimaron la pulsión por poder. La excepcionalidad histórica y la felicidad del pueblo. El déspota se justificaba a si mismo porque se vivían tiempos excepcionales y en nombre de esa excepcionalidad todo estaba permitido: suspender las garantías, concentrar el poder, dictar leyes especiales.

El otro argumento, funcional y articulado con el primero, es el de la ‘felicidad del pueblo‘. Los déspotas de todo pelaje invocan esa causa para legitimarse. En nombre de ella recurren a la demagogia más grosera y a las más diversas y miserables modalidades del clientelismo. ¿Quién puede ser el canalla que vaya a ponerse en contra de un gobernante que dice ser el titular de la felicidad de los pobres? Los enemigos del pueblo, por supuesto, enemigos que merecen el peor de los destinos, porque estar en contra de la felicidad del pueblo y en contra de quien la hace posible son faltas inconcebibles e imperdonables.

El gobierno de la señora pertenece -por vocación y elección- a ese linaje. Le encanta gobernar con leyes especiales e invocar relatos y destinos manifiestos en nombre de la felicidad del pueblo. Todo gobierno, incluso una dictadura bananera, necesita legitimarse ante sus propios ojos y ante los ojos de la platea a la que se desea seducir. La legitimidad de los Kirchner, su relato preferido, es el de ser titulares de la causa nacional y popular. ¿Creen en eso? Lo que en realidad les importa es la necesidad, no la creencia. Los Kirchner podrían decir como Groucho Marx: ‘Mis principios son estos, pero si no les gustan, tengo otros que les pueden interesar‘.

Presten atención al recorrido ideológico que hicieron desde Santa Cruz a la Casa Rosada, y observarán que en sus mochillas los Kirchner cargan abundantes baratijas y espejitos de colores. Los que ahora ofrecen al público tiene en el orillo la marca registrada de Carta Abierta, la firma encargada de dar legitimidad teórica y trascendencia histórica a un gobierno cuyas miras morales más elevadas son las cuentas corrientes y los depósitos bancarios.

Carta Abierta traduce con su jerga barroca y sus requiebros académicos, estas pulsiones primarias de los pingüinos y su claque. Personajes como ellos siempre hacen falta. La cultura política de la señora no es más consistente que su maquillaje. Toca de oído, repite consignas, pero dispone de la tranquilidad de saber que para esas operaciones complejas están los muchachos de Carta Abierta, siempre provistos de cremas y emulsiones capaces de delinear un maquillaje que transforme a Frankestein en un bello y apuesto príncipe y reduzca los colmillos de Drácula a inofensivos dientecitos de leche.

Retornemos a los hechos cotidianos. Sin esa pretensión de perpetuidad, el gobierno de los Kirchner sería una gestión más, con sus aciertos y errores, como cualquier gestión que merezca ese nombre. Son sus objetivos cesaristas, el creer que están llamados a cumplir un destino manifiesto, lo que los hace particularmente odiosos.

En una sociedad democrática que merezca ese nombre, los gobiernos son ‘más o menos‘. Esperar menos es injusto y esperar más es mentiroso. La experiencia histórica enseña, en este sentido, que en democracia los gobiernos no alcanzan a ser peligrosamente malos, porque la sociedad no los deja, pero tampoco adquieren los laureles de la perfección, porque esa perfección está siempre más allá de lo humano.

Lo más curioso del caso es que la política del siglo XXI va a contramano de esas ilusiones mesiánicas. Para bien o para mal, a los pueblos no los electrizan los gobiernos. Pueden tener más simpatía por unos que por otros, pero esa fantasía cara a los demagogos de todos los tiempos, la fantasía de contemplar al pueblo, a la masa, aullando en la plaza, mientras el líder saluda desde el balcón, pertenece al pasado y no hay señora o señor que la haga resucitar.

Hoy, por razones culturales y por las modalidades del capitalismo, las clases populares se entusiasman colectivamente por el consumo, y la pasión que los moviliza en serio es el fútbol. Por lo demás, mantienen con la política una relación utilitaria y hasta oportunista. Tanto le dan, tanto apoyan. Y lo que hoy dan, mañana lo quitan. Por lo tanto, gobernar como si se estuviera encarnando una causa popular trascendente es un error conceptual o una falsedad recreada para justificar la permanencia en el poder.

Un esquema de gobierno de estas características se suele someter a una singular división del trabajo. Están los que participan convencidos en serio de que son protagonistas de una épica liberadora, y luego están aquellos cuya relación con el poder es la del privilegio, los beneficios económicos y el placer sensual de mandar y hacerse obedecer. ‘Enriqueceos‘ dicen que les dijo Luis XVIII a sus ministros. ‘Enriqueceos‘ es el grito de batalla más genuino y sincero de la actual claque gobernante. Lo demás, como se suele decir, es jarabe de pico.