Tango y chamamé

Tango y chamamé

“Tango”, de Pedro Figari.

Por Juan José Santander

 

Hace unos años ya que estos dos géneros musicales me acucian en su contraposición y semejanza, en su representatividad de nuestra cultura popular, en su alcance espacial en el territorio de nuestra patria, en la distribución entre nuestra gente de las preferencias por uno u otro, o ambos...

Y podría seguir. Ambos tienen una vigencia insoslayable, incluso si sus orígenes comparten quizá algo de esa “invención de la tradición” de la que hablaba Hobsbawm.

Ambos, además, se contraponen a otras tradiciones musicales, históricamente más antiguas y ancestrales, sea por la vía de la pervivencia indígena como resulta evidente sobre todo en el Noroeste, y también en el sur allende el Río Negro-, sea por la española y, dentro de ella, la árabe que trajo consigo.

Lamento decepcionar y contrariar a quienes proponen una marcada influencia de la música del África Subsahariana, no sólo en el tango sino en nuestro folclore musical en general.

En cuanto a la primera, ya Carlos Vega la desestimó en su oportunidad. La excepción sería el candombe y, quizá, el contagio que éste pueda haber ejercido hacia la milonga emparentada con el tango; no así para la milonga campera, surgida con la música pampeana no concebida para el canto ni la danza a la manera del triste, el estilo o la cifra, principalmente con guitarra punteada, no rasgueada-, muy fácilmente identificable en su origen con la música de “taqasim” árabe para laúd, llegada según toda probabilidad con los españoles y su vigüela -que resuena hasta el Martín Fierro- a partir del siglo XVI.

En cuanto a ritmos, es más razonable a mi entender vincular ésos que se presentan como testimonio de la injerencia africana, con la música árabe así como bereber, o amazigh o kabil de las poblaciones magrebíes, teniendo presente que la invasión islámica a la Península Ibérica a partir del 711 proviene precisamente del Norte de África, donde el Islam, viniendo de Oriente, había afianzado su dominio desde el siglo VII.

Y, excepción hecha de la dinastía omeya del Califato de Córdoba cuyo esplendor se emparenta con la primera cultura árabe urbana que florece bajo Mohahuiya, el fundador de dicha dinastía, en Damasco; tanto los Almorávides como los Almohades, que vienen a rescatar cada uno en su momento la pureza de la fe y las prácticas de los creyentes musulmanes de la decadencia de las costumbres en la que estiman han incurrido las dinastías y gobiernos que cada uno de ellos ha de derrocar, surgen del Marruecos profundo y de raíz bereber.

Hay un ritmo en particular, el de la chacarera, que se encuentra en varios otros folclores regionales de nuestro continente, como la gaita de Maracaibo en Venezuela; está presente en la música popular del Mágreb árabe, de Marruecos a Túnez con seguridad, también en el Golfo Árabe Pérsico, y llega a encontrársela en la India y en la Península Indochina e islas de esa área, como Malasia e Indonesia y hasta en Filipinas, donde ya cabe preguntarse si llegó a través de la cultura transnacional islámica desde Occidente o desde América con los españoles.

Y es un solo ejemplo. Análisis más minuciosos brindarían más que probablemente muchos más.

Al fin y al cabo, si es la expansión del Islam la que introdujo la rima ya presente en el árabe desde la cultura preislámica- en la poesía occidental a través de España, por un lado, y en la de la India y su área de influencia por el otro, estando la poesía tan íntimamente vinculada a la música a través del canto, es razonable suponer que esa influencia se haya ejercido tanto en ritmos musicales como en la versificación.

Ahora bien, tanto el tango como el chamamé son mucho más recientes, aunque, surgiendo, como ha sido, en el seno de esa misma cultura, esos remotos antecedentes no les son ajenos; pero esto a mi entender hace más al espíritu que a las formas y resulta en consecuencia materia mucho más opinable.

El tango surge en el siglo XIX y está emparentado con la habanera, más que con el tango andaluz, con el que guarda escasa relación. De todas maneras, asume desde sus primeras manifestaciones un ritmo y una síncopa que lo destacan de aquel presunto modelo de origen, haciéndose más vivo como lo requiere su función inicial bailable.

El tango canción del que Borges abominaba por su blandura en comparación con los viejos ejemplos de finales de siglo y principios del XX- es un desarrollo muy posterior, cuyo inicio suele datarse en la Navidad de 1917, con el estreno de “Mi noche triste” por Carlos Gardel. Ya este título implica un giro en la orientación del tango, sobre todo si se lo compara con otros tales como “Piantá, piojito, que te cacha el peine”. O con el ritmo y empuje de “El Choclo” o “El Porteñito”, o clásicos como “Gran Hotel Victoria”.

El chamamé, en cambio, tiene a mi entender sus orígenes en la música centroeuropea. Sería un tataranieto mestizo de los ländler de Mozart y Haydn. Sin olvidar aportes más recientes, sin duda vinculados a la inmigración. Mi padre recordaba ver a los suyos dar saltitos alrededor del salón bailando la polka la de los Strauss, no la paraguaya, que es otra historia aunque puede que también relacionada- en Saladero Cabal, provincia de Entre Ríos, donde vivían. Mi padre había nacido con el siglo XX.

Tanto tango como chamamé comparten instrumentos de fuelle. En el caso del tango, el bandoneón, traído de Alemania, y en el del chamamé, la “verdulera”, el acordeón, o la “cordeola”, que con el tiempo llegaría a “acordeón a piano” que es el más frecuente hoy día, aunque doy testimonio de haber oído improvisar chamamés y rancheras con una verdulera en un tren entre los ‘60 y los ‘70 del siglo pasado, en la provincia de Santa Fe, por músicos tan camperos como el instrumento y la tonada.

Estos son evidentemente aportes de la inmigración, que modificó profundamente la población argentina a partir de 1850.

Pero ahí acaban las semejanzas, aunque el aporte de los inmigrantes resulta insoslayable en ambos géneros.

Ahora bien, si decía al principio que me acucian, no me refería a estos antecedentes musicales, por muy válidos que sean y por muy vigentes que estén en los dos.

Lo que me acecha al escucharlos y disfrutarlos es contemplar cuán distintos pueden ser sus seguidores, y hago en esto abstracción de la evolución musical de cada uno: la línea Salgán-Piazzolla para el tango, la Barboza-Spasiuk para el chamamé. Esos debates ya se dan al interior de las respectivas asambleas de sus devotos.

Pero sigue surgiendo la diversidad entre lo que es el mundo del tango y el del chamamé.

Sé que esto suena reduccionista, pero siento que estas realidades existen, están ahí, y no vale de nada pretender negarlas en aras de una u otra ideología.

El mundo del tango es urbano. Aunque se haya difundido por toda nuestra tierra y también en el extranjero -no sólo Europa, sino también lugares tan remotos como Japón o Singapur tienen sus seguidores, además de los casi religiosos tangueros en el resto de Latinoamérica y España-, sigue siendo urbano y refiere a una urbe en especial: Buenos Aires. Y esto se mantiene hasta epígonos tales como la “Balada para un loco”, que empieza: “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo...”. Para no hablar de “Mi Buenos Aires querido”, “Buenos Aires” o “La Reina del Plata”...

Es notable que un género musical surgido cuando ya las disputas entre Buenos Aires y las demás provincias se consideraban Historia, mantenga ese marco autorreferencial que había precisamente provocado aquellas disputas.

El chamamé, en cambio, aunque localizado en el sector Noreste y el Litoral fluvial de la Argentina, pudiendo considerarse la ciudad de Santa Fe como su límite sur, también se ha difundido en muchas otras regiones, pero conserva ese marco rural de referencia, lo que podría haber contribuido a esa difusión, preservando ese marco en su temática y en su público. Y aunque refiera frecuentemente a la provincia de Corrientes y su gente, tal referencia no se presenta tan abrumadora y excluyente como la de Buenos Aires en el tango.

Por otra parte, existe cierta aura peyorativa alrededor del chamamé, sobre todo por parte de quienes consideran al tango como la quintaesencia del ser porteño sin ni siquiera preocuparse de que esto naturalmente deje a tantos argentinos fuera-.

Aura peyorativa que quizá emane de la condición socioeconómica de quienes lo escuchan en la Capital.

Digamos acá, no como confesión de parte sino como relación de hechos, que yo soy de Santa Fe “que es la ciudad donde nací”, como dice una canción que es en realidad también un chamamé-. O sea que, para mí, cantar “Buenos Aires, cuando lejos me vi...” resultaría impostado. Me sentiría impostor si lo hiciera.

Me gusta el tango. Comparto algunos de los escrúpulos de Borges, y me gustan más los más viejos. Pero no aspiro a imponer mis preferencias ni a establecerlas como paradigma.

También me gusta el chamamé. Ahí sí, probablemente, porque lo oí de chiquito. ¿Más frecuentemente que el tango? Tal vez, no. Sin embargo, sí más cercano. Había algo de “preparado”, o “de visita”, en quien cantaba un tango, generalmente acompañado al piano por la niña de la casa.

En vez, el chamamé lo oía sin falta en los sitios más humildes. Y en el campo, era mucho más frecuente encontrarlo sintonizado en las radios que escuchaba la gente, a menudo, mientras trabajaba. El tango, menos.

Ésa era mi realidad.

El asunto es qué pasa ahora. Hemos tenido grandes cultores de nuestro folclore; el otro, el que ni es chamamé ni es tango, y está ahí, tan vivo como ellos.

Con sus evidentes aportes aborígenes, españoles y por vía de éstos, también árabes.

No puedo no nombrar a Atahualpa Yupanqui, a Eduardo Falú, a Jorge Cafrune éstos últimos dos, con apellidos árabes-. El nombre de Yupanqui era Héctor Chavero.

Algo de nuestro ser nacional, si es que esto existe y no es una entelequia o un argumento a blandir ideológicamente para favorecer cierta tendencia en detrimento de otras, es decir, de la diversidad que, usual, quizá naturalmente, constituye la realidad; algo de ese ser, digo, faltaría si ignoráramos o despreciáramos cualquiera de estas caras: el tango, el chamamé y la música folclórica de cada región que nos integra, como país, como cultura y como pueblo.

Reflexionar sobre esta falsa antinomia que de todas maneras refleja una diversidad que, como dijimos, efectivamente existe y está ahí ineluctable como el ser de Heidegger, hace propicia y abre la reflexión sobre nuestra identidad diversa, que no por ello cabe tildar de fragmentada o fragmentaria. Sólo lo será si nosotros, los argentinos, la queremos así.

Hay otra, donde sopla ese fuelle que es el aliento humano, que nos reconoce y nos hace reconocernos, entre y hacia nosotros mismos.


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“Candombe” (detalle), de Pedro Figari.