Justicia juvenil especializada, una garantía progresista

Osvaldo Agustín Marcón

Muchos especialistas ya revisan los reduccionismos penales a los que fuera sometida la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN) durante, no casualmente, la década de 1990, en pleno auge del Consenso de Washington. Dicha crítica refiere a la enorme cantidad de energías latinoamericanas volcadas a la construcción de sistemas de responsabilidad penal juvenil que debilitaron la rica diversidad originaria de aquel acuerdo internacional.

Señalemos, por un lado, que más allá de las elevadas intenciones de muchos, tales fachadas responsabilizantes sirvieron (y sirven) al contrabando de profundos deseos de castigo etnocéntrico, expresión de alarmantes grados de intolerancia cultural y, quizás, de cierta vocación civilizatoria suicida. Pero también cabe subrayar que tales formas de responsabilización se hacen más represivas cuanto más se aproximan, no necesariamente de modo explícito, a la institucionalidad penal vigente para los adultos (costumbres, normativas, instituciones, lógicas, etc.). En atención a esto, tanto la CIDN como otros instrumentos internacionales postulan la necesidad de desarrollar sistemas jurídicos específicos para la intervención sobre adolescentes involucrados en situaciones delictivas. Así, promueven decisiones ejecutivas, legislativas y judiciales en abierto compromiso con los Derechos Humanos, de acuerdo con aquellos compromisos supranacionales. Inclusive Zaffaroni, ya en marcha el proceso de reforma del sistema penal para adultos en la República Argentina, y refiriéndose a la legislación de fondo, sostuvo que los menores de edad “están sometidos a un régimen especial, que corresponde a una ley de justicia penal juvenil que el Congreso deberá tratar por separado” (“Página 12”, 9-5-12). Esta idea es consecuente con el principio de especificidad (o especialidad).

Conviene advertir esto pues consignando la necesidad de garantizar a los menores de edad, como mínimo, los mismos derechos que los mayores, persisten fuertes tendencias a dar por indiscutible el sistema penal general con lo cual, además, se lo toma como referencia, debilitando la especialidad de la materia. Así por ejemplo, la Provincia de Chubut reguló procesalmente esta materia mediante la inclusión de 14 artículos en medio de otros 423 dedicados al Proceso Penal para adultos. Tal relación cuantitativa no argumenta mucho en sí misma pero sí devela un significativo aumento en la mencionada cercanía entre la lógica penal y la responsabilización. Por supuesto que la norma chubutense también alude a tratados internacionales y otras especificidades pero, mediando una llamativa técnica legislativa, es evidente su ubicación residual al aparecer estas referencias casi al final del Código (Art. 402 y sgtes.), con lo cual quedan simbólicamente supeditadas al señorío de lo penal general. Se puede pensar que, aunque ubicadas secundariamente en el texto, su rango constitucional les garantizaría prioridad por sí mismas. Pero también se puede confrontar esta idea con los datos empíricos según los cuales la tendencia latinoamericana todavía prioriza la aplicación de la lógica penal común, siendo menos frecuente la aplicación de los acuerdos internacionales, fuertemente atravesados por la Teoría de los Derechos Humanos. Ante esto, sostener -por ejemplo- que mientras tanto y por razones de practicidad, debemos aceptar instrumentos de alta proximidad penal para, en ese marco, tratar de cambiar las tendencias interpretativas (ergo: ideológicas), peca de ingenuidad. Afortunadamente las experiencias como la citada son residuales ante una importante tradición opuesta: ya el viejo “Derecho de Menores” se diferenciaba de su par “De Familia” y, claro está, del “Derecho Penal General”. Luego, esta línea de singularización se profundizó con las distintas leyes de protección integral (nacional y provinciales), nítidamente especificantes de diversos aspectos frente -p.ej.- al Código Civil. No obstante vale estar atentos ante las tentativas reaccionarias.

Lejos de regresar a visiones tutelaristas, conviene complejizar el sistema de garantías extendiendo sus fronteras mucho más allá de las que se conocen como substanciales y procesales. Esto coincide con un aspecto del pensamiento del propio Ferrajoli quien insta, en su central libro “Derecho y razón: Teoría del Garantismo Penal”, a no raquitizar tan elevada intencionalidad democrática. Dado que varias expresiones del noventismo van quedando atrás, quizás sea también la oportunidad de procurar institucionalidades mejor conectadas con la realidad. En cualquier diseño que se imagine, el garantismo es irrenunciable pero adquiere distintas significaciones según la concepción general en la cual se lo inscriba. Si dichas institucionalidades no tienen como horizonte la vigencia integral de los Derechos Humanos, poco a poco las garantías ven socavados sus contenidos progresistas. El referido reduccionismo penal fue posible porque debilitó, recurrentemente, las prescripciones de la Convención de los Derechos (Humanos) del Niño como marco constitucional sustancial.

Justicia juvenil especializada, una garantía progresista

“Lejos de regresar a visiones tutelaristas, conviene complejizar el sistema de garantías, extendiendo sus fronteras mucho más allá de las que se conocen como sustanciales y procesales”, sostiene el autor de esta nota. Foto: Archivo El Litoral