“Vendedor de flores” (detalle) Foto: Alem
El llevador de flores
Conocí un llevador de flores.
Las trasladaba entre jardines
y cementerios.
A veces
se cruzaba con enamorados
y algunos ramos
cambiaban de destino
o digamos, más bien,
lo retrasaban.
Al llevador de flores
le era familiar la compañía
de las abejas,
tanto como el tránsito de aromas,
las encendidas texturas,
el desfile cromático,
las auras.
Llegado al cementerio
las mezclaba en el canasto
como un mazo de cartas
para luego distribuirlas
en cualquier orden
sobre las lápidas del suelo.
Pero nada de esto era para él tan importante
como lo que hacía cuando las iba dejando:
Mirándolas sostenidamente
las nombraba en latín;
decía por ejemplo
Dianthus caryophyllus
y dejaba un clavel
o Bellis perennis
y agregaba una margarita
y en el caso de una rosa
decía nomás Rosa y pensaba en latín
y así seguía, armando ramilletes.
Varias veces, de niño, visité el cementerio
solía hacerlo llevado por mi papá y mi tío.
Ese día, accediendo a que diera un paseo sin alejarme
mucho
me topé con la historia
del llevador de flores.
Hubo otras tantas veces, pero en una de ellas me sor
prendió mirando
y al verlo sonreír vencí mi timidez,
no me alejé corriendo
y él no esperó que yo le preguntara.
Se sentó en una tumba y me explicó
que nombraba a las flores en un idioma muerto, por
que no se lo habla
ni se usa más que para nombrar plantas y árboles
y todo lo que vive;
o para el canto de los monjes.
—Si las flores, ¿qué más vivo que ellas?
-me decía-,
resucitan un idioma muerto,
por reciprocidad de ser nombradas
¿qué les impide hacerlo
con los que están debajo de la tierra,
su mismo hogar de origen?.