Preludio de tango

“Sur”

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Manuel Adet

Según cuenta Héctor Stamponi, una noche Ernesto Sábato le confesó que si pudiera hacer un pacto con el diablo, con gusto canjearía toda su obra por la autoría del tango “Sur”. Se dice que Gabriel García Márquez admitió algo parecido, pero con “Pedro Navaja”. Cosas que le pasan a los escritores, pero palabras más, palabras menos, lo cierto es que el poema de Homero Manzi integra junto con “Cambalache”, “Cuesta abajo”, “La última curda”, “Naranjo en flor” y “Los mareados”, el selecto cuadro de honor de los grandes tangos de la historia.

“Sur”, terminó de ser escrito a fines de 1947. La letra de Manzi, la música de Aníbal Troilo. Los muchachos se conocieron en el restaurante Emiliana, que entonces quedaba en calle Corrientes. Según cuenta Pichuco, Manzi se agregó a la mesa y cuando salieron se le pegó al lado. “Y este barbudo qué quiere”, pensó Troilo en ese momento. La respuesta la encontró enseguida. “Yo no sé lo que quería -contaba después- pero a las tres cuadras éramos hermanos”. La amistad de Troilo y Manzi, merece un libro aparte, por ahora nos basta con saber que juntos programaron “Sur”, “Barrio de tango”, “Romance de barrio”, “Che, bandoneón” y “Discepolín”.

Antes de fin de año, la orquesta de Pichuco estrenó “Sur” en el cabaret Tibidabo de Corrientes entre Talcahuano y Libertad. La voz la puso de una vez y para siempre, Edmundo Rivero. No hizo falta insistir ni hacer grandes presentaciones. Apenas Rivero arrancó con el clásico “San Juan y Boedo antiguo...”, un silencio absoluto se hizo en la sala, los hombres dejaron de conversar, las mujeres de reírse y los mozos de servir copas. “Sur” no necesitó de introducciones ni de agentes de publicidad. Se impuso de entrada y nunca abandonó el trono donde fue colocado por los tangueros.

En febrero de 1948, lo llevan por primera vez al disco con la dupla Troilo y Rivero. La placa se vendió como pan caliente. Después lo grabaron todos. O casi todos. Empezando por Roberto Goyeneche, Floreal Ruiz y Julio Sosa, pero la lista puede extenderse casi hasta el infinito, porque todo cantor de tangos que se precie, en algún momento se le anima a “Sur”.

El costado trágico de la historia es que cuando Manzi escribió este tango ya estaba my enfermo. Es más, cuando se graba por primera vez él estaba internado en el sanatorio reponiéndose de la operación que intentó vanamente extirparle el cáncer que tres años después lo llevaría a la muerte, cuando aún no había cumplido los cuarenta y cuatro años.

La premonición de la muerte está presente en el poema, pero lo está de manera discreta, elegante, alejada de todo sentimentalismo. El sentimiento de muerte en este caso se confunde con la nostalgia por un tiempo que se fue para siempre. “Sur” no es una queja, no pretende protestar ante nada, no da consejos innecesarios, se limita -nada más y nada menos- a hablar de un tiempo perdido, a ajustar cuentas con algunas experiencias de la vida, a admitir que en este mundo lo seguro es que nada dura, nada es eterno, mucho menos la felicidad.

El poema más que contar una historia habla de sensaciones, imágenes, fragmentos de cosas que le han pasado a un hombre. Hay un escenario que está ubicado en un sur mitológico pero perfectamente ubicable geográficamente. El espacio de Manzi es Pompeya, Boedo, Almagro, una zona ubicada casi en el límite de una ciudad donde el barrio todavía puede llegar a confundirse con el campo o donde los olores, los ruidos del campo, el canto de los pájaros, aún sobreviven en el barrio. Y el cielo aún no se ha extraviado entre las torres y el esmog.

Homero Manzi alguna vez explicó los límites y el alcance del barrio. “Desde la barranca de Boedo hacia el sur, se presentían Pompeya y Puente Alsina, con sus portones y sus chimeneas y sus inundaciones; y hacia el norte, el último pedazo de Almagro, escenario de José Betinotti, el pequeño muchacho zapatero que inventó vaya uno a saber cómo, la primera canción de Buenos Aires”.

“San Juan y Boedo antiguo, Pompeya y más allá la inundación”. El inicio es decisivo y es el gran hallazgo poético de Manzi. Después, todo está enunciado con una delicadeza exquisita. Empezando por esa mujer de la cual lo único que conocemos es su melena de novia y sus veinte abriles, pero con esos datos nos basta y nos sobra para saber que es hermosa. La melena sobrevive en el recuerdo y el nombre, como una fina hebra de seda, flota en el adiós.

“La esquina del herrero, barro y pampa”. Se discutió mucho sobre la identidad de ese verso y la ubicación de esa esquina. Hoy se sabe que la esquina es Centenera y Tabaré, la misma en donde otro mujer espera al carrerito de Once, el personaje de “Mano blanca”. Centenera y Tabaré... aunque no faltan los que dicen que la esquina está en Parque Patricios, en Inclán y Loria. Se dice que para la poesía, las referencias con la realidad no suelen ser importantes. Puede ser, pero para el mito, en el que toda referencia es siempre sagrada, este lugar puede llegar a adquirir una importancia decisiva.

Ese excelente crítico musical y escritor que es Sergio Pujol, señala que la enumeración de la casa, la vereda y el zanjón, se perfecciona con la percepción de ese perfume de yuyos y de alfalfa, “que me llena de nuevo el corazón”. Pujol en este punto lo compara con Proust, con la búsqueda de un tiempo perdido a través de sensaciones que pueden ser el sabor de una magdalena o un perfume que la brisa trae desde algún lado del barrio.

Manzi dispone de una particular sensibilidad para nombrar el paisaje y transformar las cosas muertas en imágenes vivas. “... Y a los cuatro rumbos, casa sin salas y corredores profundos y huecos sembrados de vidrios y de latas y de hombres traídos por la marea y de mujeres con pañuelos atados a la cabeza y muchachos argentinos que estaban fundando -sin saberlo- al hijo de la nueva patria... Y tal vez este mismo cielo, esta misma mañana y las estrellas de siempre y el mismo color del barrio y un amor parecido entre sus gentes sencillas”.

El universo de barrila de Manzi no es el de Borges. Acá no hay un linaje de cuchilleros y malevos que fundan la secta del coraje. Por el contrario, en el recuerdo todo transcurre de una manera apacible. No hay querellas ni rencores. Todo se diluye en el recuerdo teñido por una evocación dulce que por discreta y delicada logra resistir la tentación de caer en el sentimentalismo ramplón y liviano.

Si a mí me tienen que preguntar sobre la mejor imagen de “Sur”, sin dudar digo que es aquella que habla de un muchacho recostado en la vidriera y esperándola. Esos versos son hermosísimos. “Ya nunca me verás como me vieras, recostado en la vidriera y esperándote...”. Y lo son, porque creo que no hay nada más conmovedor, más bello, que un muchacho esperando a la mujer que ama en esa esquina, en esa vidriera. Esperando con ansiedad disimulada, con el cuerpo abandonado a la juventud y a la vida, con algo de tristeza y algo de felicidad.

La última estrofa también es imperdible. Porque después de recordar el beso robado, el poeta regresa al tiempo presente y enumera las cosas que han pasado, la arena que la vida se llevó, la pesadumbre del barrio que ha cambiado y la agonía de un tiempo que murió.

Tal vez no sea casualidad que la ultima palabra de “Sur” sea “murió” para un hombre que sabe que está enfermo en serio. Pero en este caso, la muerte física para Manzi es un tema menor, al lado de la muerte de tantas cosas queridas, cosas que nunca más van a volver.

Pensemos que cuando Manzi escribe este poema, el país está gobernado por un presidente que él apoya con entusiasmo. Sin embargo -y aquí reside la singularidad de la poesía- hay dolores, penas y tristezas que no las resuelve la política, porque Manzi sabe muy bien que no hay fórmula política feliz que le impida al hombre lúcido desconocer, ignorar, el silencio, el misterio, el inevitable y doloroso paso del tiempo.