El Concilio Vaticano II

Impacto histórico de la mayor asamblea cristiana

Rogelio Alaniz

Desde que Juan XXIII diera inicio al Concilio Vaticano II, ha transcurrido medio siglo. Como no podía ser de otra manera, en todos estos años el mundo y la Iglesia Católica han cambiado y no es necesario entrar en enumeraciones para dar cuenta de la naturaleza y profundidad de esos cambios. ¿Fue el Concilio una causa o una consecuencia de ellos? Una buena pregunta que no admite respuestas sencillas. Lo seguro es que cualquier historiador que quiera estudiar la segunda mitad del siglo veinte, inevitablemente deberá tenerlo en cuenta.

A modo de repaso recordemos que Juan XXIII y Pablo VI fueron los papas que lo dirigieron. Después vino el papado de Juan Pablo II (lo de Juan Pablo I fue demasiado breve) y Benedicto XVI. Para algunos ambos son hijos del Concilio; para otros, sus negadores. El Concilio fue convocado para actualizar a la iglesia, según Juan XXIII. O reformarla, según Pablo VI. Con las contradicciones y vicisitudes del caso, el objetivo se cumplió, más allá de que algunos consideran que hubo gravísimos excesos y otros, por el contrario, estimen que aún hay asignaturas pendientes. Lo que está fuera de discusión es que en su momento provocó una notable renovación, cuyas consecuencias aún se están evaluando.

Al respecto, las respuestas no son unánimes. Para algunos está agotado y todo lo que se haga por resucitarlo es tiempo perdido; los progresistas estiman, por su parte, que hay que volver a sus fuentes y recuperar sus energías liberadoras; otros consideran que hay que adaptarlo a los nuevos tiempos y no faltan los que aseguran que lo mejor que se puede hacer es olvidarlo. El cardenal Martini llegó a hablar de la necesidad de convocar a un nuevo concilio; teólogos de la liberación estiman que sus objetivos han sido traicionados o degradados, mientras que las corrientes fundamentalistas lo siguen mirando con recelo, como si las concesiones de los dos últimos papas no significaran nada.

El debate abierto acerca de la vigencia o actualización de las enseñanzas del Concilio excede las posibilidades de esta nota, entre otras cosas porque las eminentes autoridades de la Iglesia Católica, aún no se han puesto de acuerdo en este tema y no hay motivos para creer que algo parecido suceda en los próximos años.

¿Qué enseñanzas, qué orientaciones y criterios ha dejado el concilio para los católicos y para todos? Un cura amigo, que participó en el Concilio acompañando a su obispo de Santa Fe, me decía que el Concilio puso punto final al absolutismo eclesiástico. Según su punto de vista, el mundo dejó de ser el lugar del pecado original y la condena, para pasar a ser el escenario de la salvación. La huida del mundo fue reemplazada por el compromiso con el mundo, y la Iglesia dejó de ser un fin en sí mismo para transformarse en sacramento histórico de liberación.

A modo de síntesis, podría decirse desde una perspectiva progresista que el Concilio define algunas cuestiones básicas para los católicos. En principio, la Iglesia no es una sociedad de desiguales sino una comunidad de iguales. La autoridad eclesiástica no está por encima de la palabra de Dios. Asimismo, la Iglesia no es la curia romana ni la jerarquía, sino ese pueblo de Dios, es decir, los laicos. Por ese motivo, la Iglesia no es un poder sobrenatural superior a este mundo, sino una señal eficaz de esa comunión a la que también el mundo aspira. La Iglesia actúa en la historia como colaboradora íntima del género humano, no tiene respuestas para todo, ha aprendido y puede aprender mucho de la historia humana, pero a su vez tiene algo importante que aportar. La liturgia ha de ser más participativa y más accesible para el Pueblo de Dios. Por último, los derechos humanos son la forma en que Dios quiere que se realicen los derechos divinos.

Cada una de estas opiniones son refutadas por los sectores conservadores que impugnan cada una de las enseñanzas del Concilio. Las críticas son diversas y matizadas, pero básicamente podría sintetizarse en lo siguiente. El antropocentrismo y la simpatía por el mundo con sus valores engañosos, es una de las críticas más insistentes, críticas cuyo portador más conocido fue monseñor Lefebre, pero no el único. Los conservadores discuten desde el carácter jurídico de la convocatoria al Concilio hasta la concepción mutilada del magisterio. Según este punto de vista, hay “ambigüedades notables, omisiones significativas, y, lo que mas cuenta, errores graves en la doctrina y la pastoral”. En general, la observación más reiterada es la contaminación de la doctrina católica con las ideas de la modernidad. Considerar que el fin de la Iglesia es la unidad del género humano, es un error grave en todos los términos. Para los conservadores, un humanismo que no va más allá de una visión terrena del hombre, es falso y está en contraposición con las enseñanzas de la Iglesia. El Concilio habla de estar en el mundo y comprometerse en el mundo, mientras ellos consideran que el cristiano debe estar enfrentado al mundo corrompido por el pecado original. No hacerlo es desconocer uno de los objetivos decisivos de la Iglesia Católica.

Las críticas políticas e ideológicas son abundantes. Para los conservadores, el Concilio no condena los errores del siglo y silencia el carácter perverso y esclavizante del comunismo. Tampoco se condena la corrupción de las costumbres y el hedonismo. Por supuesto, no se habla como corresponde del Paraíso ni de lo sobrenatural. Y falta un tratamiento especifico del concepto de infierno.

Como se podrá apreciar, las diferencias no son menores, aunque da la impresión de que en los últimos años, con la templanza y las moderaciones del caso, la batalla la están ganando los conservadores, una batalla que entre sus promotores más lúcidos y moderados se presenta no como una negación del Concilio, sino como una nueva adaptación a los tiempos para corregir errores y excesos. La biografía de Ratzinger encarna mejor que nadie ese proceso. El joven sacerdote que participó del Concilio como uno de los teólogos más progresistas, es el que desde hace años realiza mayores esfuerzos teóricos e institucionales para sintetizar las enseñanzas del Concilio con los reclamos de los conservadores.

De todos modos, haber cumplido cincuenta años es una buena ocasión para recordarlo, pero sobre todo para reflexionar acerca de sus alcances y límites. En lo personal, me resultan interesantes las opiniones del cardenal Jorge Mejía, quien en su valioso libro “Una presencia en el concilio”, dice a modo de conclusión: “El Concilio Ecuménico Vaticano II es un acto del magisterio supremo de la Iglesia. Como tal tiene un valor permanente y se incorpora por el solo hecho al tesoro de la enseñanza y disposiciones que definen y determinan el contenido de la Tradición eclesiástica. Por consiguiente no pasa ni caduca y es deber de los cristianos católicos leerlo y releerlo y ante todo, como dice el Breve de clausura “observarlo santa y religiosamente; es decir, en primer lugar, aceptar interiormente cuanto en el se afirma, se declara y se propone en el orden de la fe y de la práctica, y hacerlo parte de la propia visión de la realidad y del propio programa de vida. Cada cristiano singular, a comenzar por los pastores del Pueblo de Dios y por las instituciones que nos gobiernan. Y nada de la que ha venido después en la doctrina y en la legislación puede superarlo o anularlo, solamente interpretarlo y eventualmente adaptarlo a las nuevas circunstancias”.

¿Un nuevo concilio, como proponía el cardenal Martini? No es fácil ni sencillo. La iniciativa promovida por Juan XXIII se dio en un contexto singular y probablemente irrepetible en el actual horizonte histórico. La movilización de recursos humanos, intelectuales y materiales que impulsó fue extraordinaria. Sin duda fue el Concilio que más obispos y cardenales convocó en la historia de la Iglesia Católica. Durante cuatro años, en los más altos niveles de la jerarquía se estudió, se investigó y se debatió con intensidad. Los cronistas de la época observaban el dato interesante y hasta simpático de obispos y cardenales, hombres que en muchos casos tenían más de setenta años, trasladándose con los libros bajo el brazo de una comisión a la otra, de un plenario a una conferencia, como si fueran jóvenes estudiantes.

Se estima que participaron del Concilio alrededor de 2.500 autoridades religiosas. En la actualidad un concilio de ese alcance convocaría alrededor de cinco mil personas, a las que habría que sumar teólogos, intelectuales, autoridades de otras iglesias. Como se dice en estos casos, todo es posible en la viña del Señor, pero que sea posible no quiere decir que no sea difícil.

Impacto histórico de la mayor asamblea cristiana

Pablo VI, el Papa que clausuró el Concilio, consagra Arzobispo en 1967 al futuro Pontífice Juan Pablo II . Foto:afp