Aquel cine

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Trabajos de restauración en el salón principal del cine teatro Rivadavia, en San Carlos, en 2011. Foto: José Vittori

Carlos Catania

Tus veladas...¿quedarán en la nostalgia?.../¿O volverán tus misteriosos duendes/

a revivir los fantasmas de tu magia?... (Ricardo A. Ubait).

Recuerdo que, en tiempo de los tiempos, los martes por la noche, allá en mi pueblo, mi padre nos llevaba al cine Rivadavia a fin de disfrutar el siguiente “capítulo” de Los tambores de Fu-Man-Chú, de Capitán Maravilla o El llanero solitario. Además, una película, por lo general de Charles Starret o de John Wayne. En esa época las películas se cortaban cuando terminaba el rollo: penumbra y emoción invadidas por la luz. Sin embargo, esos breves instantes de realidad no atemperaban las imágenes proyectadas y, como yo era un niño, nada me costaba permanecer vestido con las ropas de los héroes y al día siguiente poner a prueba mi capacidad de emulación.

Un buen día apareció Tarzán, el hombre mono y su secuela de aventuras, lo que me indujo a trepar a los árboles y ensayar su grito selvático, emitido como el estertor de un gallo viejo. De todas maneras yo era el rey de la jungla, enamorado de Jane (O’Sullivan). Sufrí una decepción cuando fue reemplazada por Brenda Joyce, pero pronto permaneció también ella al abrigo de mis sentimientos. Con todo, mi más acentuado encantamiento fue proporcionado por la agilidad de Weissmuller en las alturas de los árboles y en su extraordinario estilo al nadar y zambullirse. Las dimensiones de la bañadera de mi casa me impedían imitarlo, pero en la laguna de Capello aprendí a nadar sin que nadie me enseñara (y a matar cocodrilos).

Intenté saltar olímpicamente una cerca y un alambre de púas se clavó en mi pierna. No me socorrieron los monos, sino mi padre, que era médico. Nueve puntos. Aún conservo la cicatriz. Acostumbrado a imaginar lianas y “volar” desde lo alto del portón a una rama del damasco, cometí el error de arrojarme en un día de lluvia. Mis manos resbalaron y caí de espalda sobre el piso de ladrillos. Primera vez en la vida que me sentí morir. Sin el socorro de mi madre no estaría contando lo que cuento.

Más tarde fui atrapado por películas de guerra: no había soldados más valientes y más buenos que los muchachos estadoundienses. Errol Flynn había colgado su vestidura de Robin Hood y ahora batallaba junto a Ronald Reagan. Cambié entonces mis espadas de madera por parodias de ametralladora. Ann Sheridan fue mi novia preferida. De las películas románticas aprendí la “técnica” del beso, que puse en práctica en ese mismo cine. (Acoto de pasada que conocí personalmente a Errol Flynn y mantuve con él una extensa charla). Etcétera.

Con el tiempo, uno se olvida de jugar. Sería más divertido nacer hombre grande y dejar este mundo al término de la niñez. De pronto (¿cómo fijar día y hora?) o quizás paulatinamente (¿cómo puntualizar una transición?), se impusieron en mi niño los ronquidos y deberes de la civilización. Enjuicié a los héroes y a la ridícula creencia de que todas las actrices, llamadas estrellas, debían ser bellas. Yo había sido, tal como Roberto Mauer me llamó, una víctima de Hollywood. La idealización había dado paso a los dardos del entendimiento.

Por ejemplo: Johnny Weissmuller había sido un extraordinario nadador que triunfó en los juegos olímpicos de París (1924) y Amsterdam (1928), pero como hombre-mono-blanco, rey de un mundo salvaje, capaz de ser más hábil que las fieras, que los indios, ostentando un sentido de justicia y equidad, a la par de ser un conductor con sólo lanzar su alarido musical, semejaba ser un representante del sistema capitalista. De John Wayne mejor no hablar; basta recordar Los boinas verdes. En cuanto a Ann Sheridan, se conserva en mi memoria tal como la ví.

Los muchachos de la guerra se convirtieron en títeres publicitarios. Etcétera.

Al cine de mi pueblo, inaugurado a comienzos del siglo pasado, el tiempo y abandono lo redujeron a un espacio inhabitable. Durante años permaneció cerrado. Hace unso meses me entero que gracias a la iniciativa del actual intendente de San Carlos, señor Omar Enrique Príncipe, se han iniciado (¡por fin!) las tareas de restauración encaminadas a respetar su estructura original. En una Carta Intención, firmada por el intendente y la comisión directiva de la Biblioteca Popular Centro Rivadavia (Brian Raúl Pinciroli, Marta Casalegno de Gosso y Elida Dina Pioli), se expone explícita y claramente, la necesidad de rescatar un centro de cultura que constituye nuevamente un medio aglutinante de las necesidades ciudadanas que van más allá de lo cotidiano.

Porque el cine Rivadavia, no sólo proyectaba películas. También era teatro y centro de actividades sociales. Hasta se convertía en un gimnasio de boxeo, donde nuestro campeón, Gaspar Casalegno, imponía su calidad. Asimismo, me informan que se proyecta trasladar la biblioteca Rivadavia a un local definitivo situado detrás de la sala cinematográfica. Fue en esa biblioteca, fundada hace cien años, donde leí mis primeros libros. No se me olvida la presencia de Blanca Mavilla, que durante treinta y cuatro años ejerció como bibliotecaria. Hoy, los veinticinco mil volúmenes que integran la biblioteca están al cuidado de Carina Bassi y María Cecilia Rosado, dos eficientes amantes de los libros.

También de pronto, o paulatinamente, las idealizaciones del niño, al correr de los años, cobran un nuevo valor. Gracias a los chisporroteos de la conciencia, reconozco el origen de mis vocaciones. Por un lado, mi pasión por los saltos ornamentales, la acrobacia, los grandes aparatos. Por otro lado, mi entrega, para bien o para mal a la literatura, al teatro y al cine. Dejando de lado las visiones críticas ulteriores, uno comprende que en aquel núcleo de la niñez el signo de los caminos estaba trazado. Todo final está al comienzo, pues nada de aquello ha muerto, como no mueren ciertos vecinos que la ingenuidad y el cariño mantienen en secreto: deseos y aspiraciones, vaya a saber en qué dimensión del espacio interior.