Crónica política

Una sociedad ofendida

Una sociedad ofendida

Una multitud de vecinos se manifiesta ruidosamente ante la quinta presidencial de Olivos . Foto: dyn

Rogelio Alaniz

Se calcula que más de un millón y medio de personas salieron a la calle el ocho de noviembre. Lo hicieron a lo largo y a lo ancho del país y en cada una de sus ciudades. No hay antecedentes en la historia nacional de una movilización de esa magnitud. Subestimarla sería imprudente, ignorarla sería suicida. Los voceros del gobierno se quejan de la inorganicidad de la protesta. Con tono académico observan que los manifestantes carecen de programas, que no proponen alternativas, que no saben lo que quieren.

El señor Aníbal Fernández por primera vez en su vida parece haber sido dominado por el demonio de la duda; “No los entiendo”, dijo alguien que nunca se preocupó por entender lo que pensaba su prójimo. Por lo pronto, la respuesta de los Kirchner ha sido la de ignorar lo que ocurrió o descalificarlo. Conspirativos y torpes, deben creer que detrás de todo esto está Magnetto. Imposibilitados de entender el presente se refugian en los mitos e imágenes de un pasado que sólo existe en sus delirios. Es así como los manifestantes son los gorilas del 55 o los seguidores de Astiz y Massera.

El señor Laclau asegura que a la calle ha salido por última vez la Argentina “que se muere”. Y esto lo dice el caballero que se fue del país hace casi cincuenta años, una decisión legítima para cualquier ciudadano cosmopolita, pero de dudosa legitimidad moral y analítica para un apóstol de la izquierda nacional y un feroz crítico del “cipayaje portuario” que vive encandilado por las novedades europeas.

Extraviados en sus propias burbujas, los nacionalistas populares del oficialismo consideran que el congreso del Partido Comunista de China o las elecciones en los EE.UU. son hechos más importantes que la movilización de cientos de miles de argentinos en las calles de nuestro país. Su retórica banal y cargada de lugares comunes se sacude impotente ante una realidad que los desborda mientras las páginas de sus libretos arden quemados por las llamas de una creciente rebelión popular.

En política, lo desconocido es siempre inquietante. En política, lo desconocido tiene el vértigo del abismo y el rumor de la pesadilla. Se puede luchar contra la derecha o la izquierda, contra conservadores o revolucionarios, pero se hace muy difícil luchar contra aquello que amenaza pero al mismo tiempo no termina de hacerse visible según los códigos establecidos. Siempre los déspotas de turno han reaccionado ante las crisis con frases torpes y tontas. María Antonieta creía que los manifestantes querían comer pasteles; Luis XVI no entendía por qué el tumulto alteraba el silencio de su ceremonia para vestirse; Carlos I protestaba porque el tumulto lo obligaba a dejar una mesa de juego; el zar Nicolás se quejaba porque los disturbios callejeros le impedían ir de caza; Ceacesceau supuso que todo era una treta de la televisión; en la Argentina, la señora recibe a la hija de Chávez y al televisor lo tiene encendido en el canal donde se comentan las sesiones del PC chino.

Las alienaciones de los funcionarios del poder son memorables. ¿Qué es lo que no entienden? ¿quién sacó a la gente a la calle? Pues es muy sencillo. Los responsables de las multitudes en la calle son el señor Larroque y sus desplantes verbales; el señor Moreno y sus groserías y vulgaridades; las señoras Miceli y Bonafini y sus corruptelas, el juez Oyarbide y su sumisión al poder; el señor Boudou y su comportamiento insolente y burlón; el señor Timerman y su gélido cinismo; el señor Kicillof y su tilinguería académica, la señora Conti y su servil obsecuencia; el señor Aníbal Fernández y sus comportamientos de barrabrava, la señora presidente y su soberbia discursiva.

No, no hace falta leer los libros de Laclau para saber por qué la gente está en la calle. Las pistas, los indicios, las huellas, están a la vista: los cortes de luz de un sistema energético que se cae a pedazos; las cifras mentirosas del Indec; el cepo cambiario y las declaraciones de Feletti amenazando a quienes intenten comprar un dólar mientras su jefe se valía del poder para comprar millones; la inflación escandalosa que exhibe el orgullo de estar entre las cinco más altas del mundo; la hipocresía de presentarse como abanderada de los humildes mientras implantan para los trabajadores impuestos que no son capaces de cobrarle a los millonarios; la decisión de transformar a la AFIP en una suerte de policía brava destinada a ajustar cuentas a los disidentes.

¡Claro que hay razones para salir a la calle! Es más: sobran, al punto que lo que habría que preguntarse es por qué con tantos atropellos y abusos la gente no salió antes. “No son las formas institucionales de proceder” dice uno de los escribas del gobierno ¡Sorprendente! Quienes han teorizado y escrito monótonos libros en contra de las instituciones, quienes han condenado y se han burlado de los procedimientos formales, ahora se refugian en las denostadas instituciones.

Al señor Laclau le pertenece la idea de que el sujeto popular se constituye cuando existen demandas democráticas insatisfechas, es decir, cuando el poder no es capaz de asimilar y responder a esos reclamos. Perfecto señor Laclau. Es lo que está ocurriendo hoy en la Argentina. La calle, esa calle que ponderan Forster, Verbitski, González y toda la pandilla populista, ha sido ocupada en nombre de las demandas incumplidas por un régimen de poder incompetente.

¡Ironías de la causa nac&pop!. Toda la vida han ponderado las virtudes de la calle y ahora es la calle la que se les pone en contra y una voz popular les recuerda los deberes de la justicia y la libertad. En este punto los acontecimientos del jueves pasado recuerdan a los del llamado conflicto con el campo. Hoy como ayer, la calle fue del pueblo. Hoy como ayer, el gobierno quedó reducido al aparato del poder. Nunca el peronismo en su historia había perdido la calle. Nunca, hasta que llegaron los Kirchner.

¿Y qué le pasa a esta gente que se pone tan molesta? se pregunta la señora. Pregunta que amerita una respuesta sencilla. Esta gente no está en la calle para tomar el poder, mucho menos para proponer alternativas orgánicas de gobernabilidad. Quienes el jueves a la noche salieron a la calle, quienes dejaron sus trabajos, sus comercios o la tranquilidad de sus hogares para salir a la calle, estaban movilizados por un exclusivo sentimiento, un sentimiento que podría sintetizarse en una sola palabra. O en dos: humillación, ofensa. Humillados por las mentiras, el mal trato, la soberbia, ofendidos por los desplantes, la prepotencia, el cinismo.

El pueblo que estuvo en la calle no reclamaba privilegios perdidos, no estaban asustados por el avance del comunismo o de la revolución social. Esos delirios verbales solo existen en la imaginación de los oficialistas. “Yo no soy golpista, soy golpeado”, decía un cartel de la calle. Exacto. Son los ofendidos, los humillados, los golpeados quienes protestan y le piden y le exigen a la señora que cambie. Curioso. No hubo reclamos para que se vaya, pero si para que cambie. ¿Será capaz de hacerlo? No lo creo. Sus declaraciones dicen exactamente lo contrario.

“Pero ¿qué libertad defienden si pueden hablar y hacer lo que quieren?”, preguntan confundidos. La respuesta también es sencilla: las libertades que se defienden no son las que se han perdido sino las que están amenazadas. No son Fernández o Boudou los que pueden dar lecciones acerca de la libertad. Mucho menos Timerman o Larroque. Pero para quienes estén interesados en el tema, deberían saber que la libertad -y hay un largo y doloroso aprendizaje histórico al respecto- se la defiende cuando existe, y no cuando fue suprimida. A la libertad se la defiende cuando está amenazada. En definitiva, se la defiende cuando desde el poder su máxima autoridad dice “vamos por todo”.

El pueblo del 8N no es toda la Argentina, pero al país no se lo puede gobernar sin esa Argentina que hoy está en la calle. Las señales son visibles y el gobierno tiene la obligación política de recogerlas. Un gobierno debe preguntarse qué hizo para haber generado tanta hostilidad en su contra, para haber despertado tantas energías en gente que habitualmente no salía a la calle.

Las demandas de cambio están escritas, escritas en los carteles que se vieron en las manifestaciones. No hace falta perder identidad política para asumirlas. Básicamente, se trata de respetar las leyes y respetar a la gente. Los reclamos son visibles y aún hay tiempo para escucharlos. Aún hay tiempo, pero si el destino me colocara en el lugar de consejero de la señora, le diría con la mayor discreción posible, con la mayor delicadeza posible, que esa gente que hoy salió mansa a la calle no va a esperar tres años para que ella cambie.