EDITORIAL

Crecimiento sin desarrollo

Se sabe -y hasta algunos voceros del oficialismo lo admiten- que en los últimos años la Argentina ha crecido a tasas muy buenas pero no ha resuelto los desafíos del desarrollo. Países como los nuestros, dotados de excelentes recursos naturales, suelen atravesar por ciclos de crecimiento excepcionales, ciclos que establecen un piso básico en el desenvolvimiento de la sociedad. El problema se presenta cuando se pretende ir más allá, hacia un desarrollo sostenido, integrado, que mejore la calidad de vida de la sociedad.

 

Como es de dominio público, el crecimiento argentino de los últimos años se ha debido fundamentalmente a tres factores: la brutal devaluación promovida por Duhalde, la inversión en infraestructura realizada en la década del noventa y los precios excepcionales de los commodities, muy en particular la soja, el subestimado “yuyo” del discurso oficial. Pues bien, hoy todo sugiere que ese ciclo triunfalista tocó su límite y que en el futuro inmediato nos aguardan situaciones más complicadas.

Políticos oficialistas y opositores coinciden en admitir que en la Argentina la asignatura del desarrollo sigue pendiente. Se crece, pero el desarrollo requiere un conjunto de condiciones económicas, culturales y políticas que hasta el momento no se han articulado. Según los informes internacionales, la Argentina es un país de ingresos medianos provenientes mayoritariamente de las exportaciones. La disponibilidad de estos recursos nos permite salir de la pobreza extrema, pero no garantizan avanzar por el camino del desarrollo con Congresos comparables a los de Europa o los Estados Unidos. O protagonizando experiencias como las que han promovido en las últimas décadas países como Corea del Sur o Japón.

Para desarrollarnos hace falta una decisión política que aliente la movilización de millones de personas, no hacia la agitación o la protesta, sino hacia la productividad y la capacitación para adaptarse a situaciones cambiantes. Estas son tareas que deberá hacer la sociedad, pero sin los estímulos de un sistema político comprometido con esa dirección no es mucho lo que se puede hacer.

La Argentina creció en los últimos años, pero las soluciones que pudieron ser eficaces en 2003, ahora no alcanzan. A estos desafíos los países asiáticos -China y Japón, por ejemplo- los han resuelto impulsando una profunda y exigente reforma educativa, en primer lugar, y promoviendo un actor social que anteponga los deberes a los derechos.

El desarrollo exige un Estado de derecho confiable y creíble, con instituciones sólidas y abiertas, pero por sobre todas las cosas, reclama de una clase dirigente y una sociedad que estén decididas a recorrer esa senda. No hay desarrollo sin una capacitación de los recursos humanos en esa dirección. Esa es la enseñanza de los llamados “tigres asiáticos”, lección no muy diferente a la que aplicaron en su momento países como Canadá, Australia y Nueva Zelanda, países a los que hace un siglo aventajábamos en el ranking mundial.