La vuelta al mundo

George Washington: una lección republicana

Rogelio Alaniz

Después de ser el héroe de las guerras de la independencia norteamericana, después de haberse desempeñado como uno de los principales animadores de la constitución de 1787, después de haber sido elegido presidente dos períodos consecutivos (1789 a 1796), el general George Washington decidió renunciar a la posibilidad de un tercer mandato, incluso a pesar de los ruegos, reclamos e incluso exigencias de sus colaboradores y seguidores. Con ese acto de renunciamiento, Washington no sólo dejaba abierto el camino para otros dirigentes políticos que también pertenecían al linaje republicano de los Padres Fundadores, sino que dejaba asentado en los orígenes mismos del nacimiento de una nación lo que luego será una tradición republicana que los presidentes del siglo XIX y XX habrán de respetar escrupulosamente, salvo en el excepcional período histórico de Franklin Delano Roosevelt, al que posteriormente la enmienda XXII de 1952 corregirá hacia el futuro estableciendo que un mandatario sólo puede ejercer el poder durante dos períodos consecutivos.

La lección de Washington fue decisiva para los EEUU. El general tenía todo a su favor para constituirse en una suerte de presidente vitalicio, dictador democrático al estilo romano, caudillo eterno por la gracia de Dios y de los hombres. En primer lugar, contaba con el apoyo de la sociedad que veía encarnadas en él las virtudes del guerrero, el legislador y el político. Y también disponía del apoyo de la clase dirigente de su tiempo, que atendiendo a la excepcionalidad de aquel momento histórico consideraba aconsejable su continuidad en el poder. Sin embargo decidió volver al llano, regresar a su plantación de Mount Vernon en Virginia para disfrutar como un ciudadano común de los beneficios cotidianos de una sociedad a la que él había contribuido de manera ejemplar en constituir.

El Libertador decidió renunciar a la posibilidad de transformarse en caudillo para optar por su condición de ciudadano. No fue una decisión exclusivamente personal, una iniciativa motivada por sus exclusivos deseos de vivir en paz sus últimos años. En lo fundamental, lo que Washington se propuso fue dejar una lección a su pueblo y a sus dirigentes, la última y definitiva lección. Ya había renunciado a perpetuarse como héroe militar, había renunciado y esto se conoce menos- a ser declarado rey, un atributo institucional previsible en la segunda mitad del siglo XVIII, atributo que él rechazó convencido de los beneficios del poder republicano; ahora renunciaba a ser presidente vitalicio.

Esa grandeza, esa seguridad y confianza en sí mismo y en la nación que se estaba forjando, es lo que llama la atención. Washington -los argentinos también debemos saberlo-, renunció a los honores, pero también a “la lucha”, a esa coartada verbal de los hambrientos de poder para seguir gravitando en los asuntos públicos. La decisión asombró a sus pares y dejó perplejos a los principales dirigentes políticos de la vieja Europa. Se cuenta que Jorge III, el rey de Gran Bretaña, cuando a través de sus confidentes tomó conocimiento de que era factible que Washington declinara a un tercer mandato, dijo algo conmovido: “No creo que lo haga, pero si lo hiciera será el hombre más grande de su tiempo”.

Por supuesto que lo hizo. Descendió al llano con la misma dignidad y discreción que había empleado para conquistar honores y prestigios. Antes de abandonar el poder, dejó por escrito sus recomendaciones, un puñado de consejos acerca de las virtudes del poder republicano que hasta el día de hoy mantienen vigencia.

Observando este acontecimiento desde otras perspectivas, podría postularse que en realidad lo que Washington hizo fue ser coherente consigo mismo y con los valores que esa nación estaba fundando. En Estados Unidos, el proceso de conquistar la libertad se inició ganando, en primer lugar, la libertad interior; luego, la libertad política y, finalmente, la independencia exterior y la prosperidad. Una ingeniería institucional de signo democrático y republicano fue la que movilizó energías extraordinarias a favor de una sociedad abierta y una economía capitalista en expansión. El espectáculo de una sociedad que es, al mismo tiempo, libre y emprendedora, democrática y capitalista, fue lo que causó admiración a hombres del talento de Alexis de Tocqueville, Carlos Marx, Domingo Faustino Sarmiento y Juan B. Justo.

Atendiendo a esta experiencia histórica, Alberdi distinguió en uno de sus textos menos conocidos pero más singulares, “Peregrinación de Luz del Día en América”, las diferencias entre libertad interior e independencia exterior. Alberdi dirá que nosotros nos iniciamos conquistando la independencia antes que la libertad y, a partir de esa sumisión, padecimos luego el flagelo de los tutores, es decir de los caudillos y dictadores vestidos con los atuendos del héroe de la independencia o protector de los pueblos. La libertad exterior, dice Alberdi, se conquistó con la espada, pero se creyó que la libertad interior, es decir la libertad individual y política, se conquistaría con los mismos instrumentos. Las consecuencias de este proceso histórico están a la vista: dictaduras bananeras o populares, subdesarrollo, atraso y, sobre todo, sociedades sumisas, sociedades en un permanente estado de minoría de edad.

Estados Unidos procedió a la inversa. Primero conquistó la libertad interior y luego la independencia. Washington, entonces, es una consecuencia previsible, lógica de una sociedad educada en el hábito de la libertad y, por lo tanto, poco proclive a dejarse seducir por los cantos de sirena del héroe, el libertador, el padre de la patria o el caudillo por gracia de Dios.

“Cuanto más tiempo se mantenga un hombre en la presidencia, el país se aproxima más a la autocracia y a la destrucción de la libertad del pueblo”. La frase no pertenece a Washington, pero quien la escribió lo hizo para referirse a su renuncia a la presidencia vitalicia. Conviene insistir que, para entonces, él disponía de todos los recursos y los asentimientos para continuar en el poder, pero en lugar de usarlos para satisfacer su ego, su vanidad, prefirió darle la ultima lección republicana a su pueblo. Antes de abandonar el poder pronunció su célebre discurso de despedida. Fueron palabras precisas, austeras, despojadas de las pompas de la retórica. Allí sostiene, entre otras cosas, la defensa del supremo imperio de la ley y se refiere luego a los riesgos de suplantar los intereses de la nación por los de un partido o facción. Advierte, más adelante, sobre la posible aparición de hombres astutos, ambiciosos y sin principios decididos a usurpar las riendas del mando. Algo sabemos los argentinos de esos riesgos. Luego convoca a resistir en todas las circunstancias al despotismo. Dice en otro tramo de su mensaje. “El espíritu de partido jamás debe apagarse del todo, pero debe ser objeto de una vigilancia constante para que sus llamas no devoren la república. Se pronuncia más adelante a favor de la división de poderes, y sus últimas palabras apuntan una vez más contra los usurpadores del poder. “El espíritu de usurpación tiende a concentrar los poderes en una sola persona y crea el despotismo sea cual fuere la forma del gobierno”.

Como Tomás Jefferson, James Madison, James Monroe y Woodrow Wilson, George Washington nació en Virginia, el 22 de febrero de 1732. Fue un hombre rico propietario de tierras y esclavos. Algunos de sus críticos le reprochan que el padre de la Patria haya sido al mismo tiempo un esclavista. Washington lo fue, pero con algunos atenuantes que atendiendo a su tiempo histórico merecen tenerse en cuenta. En lo personal, antes de su muerte liberó a los esclavos de su plantación, pero es verdad que en lo político no pudo o no supo ponerle punto final a la esclavitud, aunque a su favor debería decirse que en el contexto de las guerras de la independencia, la liberación de los esclavos hubiera significado una guerra civil, la misma que vivió la nación ochenta años después. De todos modos, sus posiciones al respecto no dejaban lugar a dudas. Así se lo dijo en 1786 a su amigo Robert Morris: “No hay un hombre que quiera más sinceramente que yo un plan adoptado para la abolición de la esclavitud”.

George Washington murió en su plantación de Virginia el 14 de diciembre de 1799. Su muerte enlutó al país y fue una noticia en el mundo. Sin ir más lejos, Napoleón, en Francia, decretó diez días de duelo. Henry Lee III, su compañero en tantas batallas, lo despidió en el cementerio. Sus últimas palabras fueron memorables y hoy se repiten como una oración laica a la hora de evocar su personalidad. “Fue primero en la guerra, primero en la paz y primero en el corazón de sus compatriotas”.

George Washington: una lección republicana