Crónica Política

Las declaraciones de Julio De Vido

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Julio De Vido fue otra vez esta semana el vocero del proyecto “Cristina eterna”.

Foto:DyN/Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

Julio De Vido declaró que la reelección es un derecho reconocido por la Constitución. En realidad lo que la Constitución prevé es su propia reforma y exige para ello el cumplimiento de algunos pasos institucionales que se deben darse si o si. El ministro fuerte del régimen kirchnerista no se equivoca o por lo menos no se equivoca tanto. Por supuesto que ninguna ley prohíbe que un político declare que desea la reelección indefinida, como tampoco ninguna ley impide que un dirigente opositor proclame que la presidente debe renunciar o debe ser sometida a un juicio político, opciones que están previstas y reglamentadas.

Sin embargo, hasta el momento nadie pidió juicio político o renuncia. ¿Por qué no lo hizo? Creo que por dos razones: porque la oposición no dispone de una mayoría que permita este tipo de procedimientos y porque nadie ignora que una decisión de ese tipo sólo se debe tomar en situaciones límites y una vez que se hayan agotado todos los pasos políticos a favor de la permanencia en el poder de la ciudadana que fue elegida como presidente.

Esos escrúpulos políticos e institucionales parecen no tenerlo los dirigentes del oficialismo. Por el contrario, en más de una ocasión hablaron de las molestias que las instituciones generan para la realización del proyecto nacional y popular y hasta se dieron el lujo de teorizar acerca del carácter reaccionario de las instituciones.

Los kirchneristas en ese sentido no dejan de sorprender con su lógica. Para ellos toda crítica al gobierno es destituyente, y en ese punto se declaran devotos y esclavos de las instituciones, sobre todo de la institución presidencial. Pero acto seguido, sin que se les mueva un pelo, anuncian la reelección indefinida, por lo que las instituciones sirven si protegen a la señora, pero a la hora de asegurar su continuidad en el poder valen menos que un trapo viejo.

O sea que para ellos proponer la renuncia de la señora que nadie lo ha hecho- es algo así como un golpe de estado, pero proponer la reelección indefinida es un acto de virtud republicana. Pues bien, es necesario decir de una buena vez que proponer la reforma de la Constitución para institucionalizar la reelección indefinida, es un acto que violenta el actual sistema político, rompe con las reglas de juego establecidas y en tanto afecta el orden de las instituciones estatales, muy bien podría decirse que es lo más parecido que hay a un golpe de estado o a una maniobra destituyente, destituyente del orden republicano que la presidente juró respetar.

Cuando Alberdi prohibió la reelección del presidente, no lo hizo porque era caprichoso, sino porque sabía muy bien que en un régimen presidencialista la tentación de quedarse en el poder es muy grande. ¿Cómo ponerle límites? Con las leyes, las mismas leyes que el presidente juró respetar. Alberdi y los clásicos del liberalismo conocían mejor que nadie los peligros del despotismo y las tentaciones que dominaban a los poderosos para valerse de los recursos del Estado e institucionalizar un orden dictatorial.

El dilema político planteado entonces era el siguiente: cómo construir un estado nacional institucionalmente fuerte, pero con los límites y controles que impidan que esa fortaleza se desborde o se vuelva en contra de la sociedad. Una buena pregunta, para la cual se hallaron respuestas interesantes, aunque la pulsión por el poder nunca desapareció.

Desde Hobbes a Locke, desde Montesquieu a Constant, se dice que como la política no se practica con instituciones abstractas, sino con hombres y mujeres de carne y hueso, es decir, personas con sus ambiciones, miserias, oscuridades y tentaciones, es que se arribó a la conclusión de que así como es necesario que el gobernante disponga de poder, también es necesario que ese poder esté controlado, limitado, pero por sobre todas las cosas, que sea temporal, para evitar precisamente la tentación del despotismo. Si esto es así, no es exagerado por lo tanto postular que todo intento de reformar la Constitución para concentrar el poder en una sola persona y está claro que la reforma del 1994, como la que ahora propone De Vido, se consuma con ese exclusivo objetivo- es lo más parecido que hay a un golpe de estado y en esos términos conviene denunciarlo.

En las últimas décadas no han faltado quienes teorizaron acerca de las bondades del dictador popular. Se dijo que en Europa el parlamento era necesario para ponerle limites a la tradición monárquica, pero en América latina lo importante son los presidentes con capacidad de decisión, con capacidad y talento para representar al pueblo y guiarlo hacia un futuro venturoso, arrasando con los limites impuestos por un orden institucional creado por las oligarquías dominantes.

Esta hipótesis fue y es considerada original e ingeniosa y no faltaron algunos intelectuales que necesitaron viajar a Londres para descubrir semejante hallazgo teórico que dicho sea de paso- Abelardo Ramos ya lo había formulado con mejor prosa y superior ingenio hace cuarenta años.

En estos temas, la experiencia enseña que lo que en política se presenta como nuevo suele ser más viejo que la escarapela. La historia de América Latina está plagada de dictadores populares y presidentes que soñaron con ser dictadores o, su equivalente criollo, el caudillo. Los argumentos para defender la concentración del poder en una persona, fueron cambiando con el paso de los años, pero lo que no cambió es esa pulsión por el poder, ese afán salvaje por perpetuarse en el poder hasta el fin de los tiempos.

El precio que pagó América latina por ese “capricho” fue alto: guerras civiles, miseria y barbarie cultural y política. La única excepción notable a esta tendencia, la dio George Washington, cuando pudiendo quedarse en el poder, decidió volverse a su casa. Ese ejemplo, lamentablemente, no se trasladó a America latina, y a los caudillos bárbaros del siglo XIX le sucedieron los dictadores bananeros y luego la plaga populista, experiencias diversas y contradictorias, pero solidarias en la concepción del ejercicio del poder.

Creer en el dictador, el déspota o el caudillo, es creer en un pueblo menor de edad, suponer que hay personas especiales nacidas para gobernar y una masa ignorante, integrada no por ciudadanos, sino por personas esclavizadas por la necesidad, educadas en la obediencia, el sometimiento o la fascinación por el déspota.

La otra dificultad que provoca la concentración y personalización del poder, es que bloquea cualquier posibilidad sucesoria. No sólo la bloquea sino que la impide. En los regímenes personalistas, el poder se lo ejerce impidiendo que alguien crezca con pretensiones propias. El líder no deja que ni el pasto se levante a su alrededor. En esas circunstancias, el poder deviene en paranoico y el enemigo más peligroso y temible es el que el que está adentro, de allí la necesidad de vigilar y castigar a quien manifieste aspiraciones de sucesor.

El ejemplo más clásico sobre este tema lo dio Juan Manuel de Rosas. Después de más de veinte años de ejercicio brutal del poder, sus laderos arribaron a la conclusión de que el régimen no tenía herederos. La conclusión fue tan desoladora que alguien a modo de consuelo propuso que la heredera de Juan Manuel fuera la dulce Manuelita. La iniciativa no prosperó por razones obvias, pero el líder o el candidato alternativo no demoró en presentarse. El ansiado “Salvador” no salió de la corte sumisa de Palermo, ni de las tertulias de Montevideo, sino de la provincia que más se había desarrollado en todos esos años y que más intereses encontrados tenía con Buenos Aires. El remedio contra Rosas, por lo tanto, no fueron los salvajes unitarios exiliados en Chile y Montevideo, sino un federal de paladar negro como Urquiza, quien después de recrear una nueva coalición política y comprometerse a darle una solución republicana al país, marchó con su Ejército Grande hacia Buenos Aires con el resultado conocido.

¡Tranquilidad! Cristina no es Juan Manuel y De la Sota no es Urquiza. Asimismo el 2012 las diferencias no se deciden en un campo de batalla, sino en las urnas, pero despejada estas diferencias, no estaría de más preguntarse por la sucesión de la señora. ¿Será un gobernador al estilo De la Sota, al estilo Scioli o al estilo Macri? ¿Será una coalición de partidos políticos con un candidato convocante? ¿Será el poder territorial o el poder político de los partidos el que gestará al nuevo heredero? Para esas preguntas podemos tener preferencias, pero no respuestas reales, aunque no está demás mirar con atención las posibles alternativas. El oficialismo ya lo está haciendo y, por si alguno no le quedaba claro, esta semana Julio De Vido fue su vocero oficial.