Las metáforas del viaje

Las metáforas del viaje

Selva misionera. Foto: Archivo El Litoral

 

Por María C. Tolosa

“El camino de los viajeros”, de Irma Verolín. Ediciones UNL. Santa Fe, 2012.

La novela El camino de los viajeros está sostenida por una voz que parece ubicarse en un punto intermedio entre la desesperación y el desencanto. Hay un ritmo calmo y a la vez hondo que brinda una certeza: esto ocurrió, y ocurrió en un tiempo mítico y en un espacio que con el avance del relato se irá conformando también en mítico. Estamos frente al mito fundacional de la propia vida de quien está contando su historia. Lo que ha sido fundado y que en el mismo instante ha sido destruido en su acto fundacional es la experiencia del amor-desamor, que al construirse se destruye o, mejor aún, un amor que por construirse y destruirse a sí mismo continuamente, estalla desde dentro.

El escenario de la historia es un sitio perdido, paupérrimo, aislado, de la Argentina en la provincia de Misiones, que quien narra llama “la frontera”. El momento histórico, principios de la década del ochenta. Tiempo y espacio entonces nos hablan de una doble reclusión: geográfica y política. La dictadura está presente por omisión en lo que no se dice, en lo que se insinúa y en lo que se elige decir a medias. De este modo la discusión que los dos personajes centrales repiten como un latiguillo sobre Sartre y la ocupación alemana alcanza ribetes caricaturescos y se convierte a la vez en un signo. En esta actitud está dramatizada toda la estrategia verbal de aquellos años. La misma función cumplen los personajes llamados “milicos”, conjunto amorfo de seres no diferenciados entre sí, pero con características muy marcadas. Tienen la cualidad de ser fantasmales aunque de carne y hueso, en contraposición a los fantasmas que se instalan en otra frontera, la que la narradora participante construye en su interior para dejar flotando la duda de su existencia en el mundo tangible. Así la ambigüedad en tanto recurso estilístico hace espejo con las varias fronteras que componen la trama de este relato. El clima de tedio sólo es interrumpido por los viajes. El viaje, cargado de desesperación, manotazo de ahogado para una relación de pareja que amaga con irse a pique de un momento a otro se presenta como huida. Sin embargo, el momento del desenlace no llega, está siempre a punto de eclosionar y únicamente acontece hacia el final de la novela durante esos días, como dice la autora “con su misma falta de cualidad”.

La voz que narra indaga, busca, entreteje pequeñas hipótesis, se pregunta, se desbarranca, crea certezas con pie de barro, una voz que no vacila en concebir a la escritura como al sitio de posible esclarecimiento de un enigma: el sentido de la propia vida. Ese enigma es proyectado hacia la percepción del paisaje: el monte. Casi podría afirmarse que el tratamiento de un paisaje tan prototípico para la narrativa nacional se aleja justamente hacia el lado opuesto que la estética de Horacio Quiroga impuso al afianzar el género cuento. En esta novela el monte misionero es otra cosa, es siempre otra cosa, un interrogante más que posee la virtud de lo inapresable, de lo no decodificable y que finalmente queda rodeado por el misterio. La misma marca que tienen en la novela la experiencia de vivir en pareja, la mirada de la narradora hacia el pasado, la perspectiva de un futuro superador, los viajes repetitivos y vacíos de contenido.

Quizá lo interesante en esta novela sea el modo en que la voz que cuenta se relaciona con aquello que narra. Hay un toque de extrañamiento que no abandona el anhelo de comprender, reforzado por el sucesivo desdoblarse de la propia figura evocada en el pasado en distintos períodos. Se percibe a medias, se comprende débilmente, se conoce a hurtadillas. Sin duda el primer gran viaje de esta novela es el de la memoria, pero de una memoria vulnerada que carece de exactitudes. Lo narrado se encuentra envuelto en el ropaje de la metáfora, lo que da la sensación de que esa voz que narra permanecerá invariablemente inacabada, así como el acto impetuoso de viajar tampoco tendrá un desenlace rotundo. El desplazamiento de los cuerpos tiene el cariz de lo adictivo y por lo tanto de lo insatisfactorio, de lo incompleto. Uno de esos viajes alcanza un destino: el de Misiones a Córdoba, el que dentro de sí se recrea nuevamente la huida, el esbozo de un espacio vacío en la propia vida mediante el escape hacia la nada. El viaje de la memoria apenas rasguña una integridad. Tal vez el único verdadero de todos los viajes sea el que busca una interioridad profunda. Todo viaje, en tanto experiencia y transformación, deja su huella de ausencia, volvemos al principio, la vida se deshace al trepar sobre sí misma para ser lo que es. El camino de los viajeros: el camino de la existencia.

 
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Irma Verolín. Foto: Archivo El Litoral