Una voz exquisita de la lírica americana

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Dulce María a los 21 años (1923).

Juan Ramón Jiménez la llamó la “Santa abogada de los junquillos perdidos”. Se la considera la poetisa fundacional de la literatura cubana del siglo XX. En estas líneas, una semblanza de Dulce María Loynaz.

TEXTOS. ANA MARÍA ZANCADA.

FUENTES

- “La novia de Lázaro”, Editorial José Martí, La Habana (1993).

- “Dulce María. el que no ponga el alma de raíz, se seca”, Pinar del Río (1997)

- “Carta de Egipto”, Dulce María Loynaz, Pinar del Río, Ediciones Hnos. Loynaz, 2000.

Nació hace cien años, el 10 de diciembre de 1902 en Cuba, descendiente de una familia patricia. Su padre Enrique Loynaz del Castillo era General del Ejército Libertador y su madre Mercedes Muñoz Sañudo, una exquisita dama que supo transmitir a sus tres hijos, Enrique, Flor y Dulce María, la delicadeza de espíritu que fue el signo de distinción a lo largo de sus vidas.

Dulce María fue fiel a su nombre, la delicadeza de carácter se unía a su leve figura y la dulzura de su rostro se tradujo en versos cargados de romanticismo que expresaron a través de su larga vida la exquisita sensibilidad que reflejó en sus escritos. “Voy a medirme el amor/Con una cinta de acero:/Una punta en la montaña/La otra ¡clávala en el viento!...”

Estudió en la Facultad de Abogacía y se doctoró en Derecho Civil. Pero su destino era la poesía. A los 10 años compone sus primeros versos y a los 17 comienza a publicar en el diario La Nación, en Cuba. El amor fue una constante y una búsqueda permanente de lo que se desea sin poder obtener: “Mi hora no está en el reloj...¡Me quedé fuera del tiempo!...”

Su refugio fue la mansión familiar en el exclusivo barrio El Vedado, en La Habana. Su poesía entronca con la generación española del ‘27. Sus amistades pertenecieron a la elite del mundo intelectual de la época, pero ella mantenía siempre una especie de distancia hacia el mundo que la rodeaba. Eso no impidió que realizase viajes al exterior que la conectaron con intelectuales de renombre, y que conociese paisajes y costumbres diferentes, que incentivaron su sensibilidad de mujer curiosa. Como su viaje a Egipto en 1929, que reiteró en la década del ‘50. Así nació “Carta de Egipto”, que se publicó en Cuba en 1938 y años más tarde en Madrid.

La geografía africana y la descomunal obra de civilizaciones perdidas incentivaron su joven lirismo cuando escribió “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen”: “Por ese pequeño corazón en polvo, por ese pequeño corazón guardado en una caja de oro y esmalte, yo hubiera dado mi corazón joven y tibio, puro todavía...”

Sensible al mundo que la rodea, Dulce María se va encerrando de a poco en un ámbito poético que es traducido de la cruel realidad, a su lenguaje delicado y leve como su figura: “Miro siempre al sol que se va, porque no sé que algo mío se lleva”.

En sus versos hay una sutil mezcla de religiosidad y panteísmo, como menciona A.Mazzei, en La Nación, en 1992. Con frecuencia es Dios mencionado en su poesía con un fatalismo resignado ante lo perdido con plena conciencia: “Señor que lo quisiste...¿Por qué habré nacido?...¿Quién me necesitaba, quién me había pedido?...El Dios de los mediocres, los malos y los buenos... En tu obra no hay nada ni de más ni de menos... Pero... No sé, Dios mío: Me parece que a ti ¡Un Dios!...te hubiera sido fácil pasar sin mí...”

La delicadeza de expresión, la levedad de sus metáforas recuerdan la fina expresión de Juan Ramón Jiménez que se rinde ante su vuelo lírico y la llama “Dulce ruiseñor de las Antillas”.

UNA PRESENCIA ETÉREA, UNA PLUMA PODEROSA

No adhirió a ningún movimiento político y, salvo sus viajes, vivió puertas adentro de su mansión en El Vedado. Fue la última sobreviviente de una constelación de tres hermanos que cultivaron la poesía como necesario fuego y aliento de vida. Sin embargo, su contacto con los grandes nombres de la literatura fue permanente. Iban a ella, a su refugio, para quedar embelesados, atrapados con la presencia etérea de la mujer que soñaba con las rosas y el agua: “En mi jardín hay rosas: yo no te quiero dar las rosas que mañana... mañana... no tendrás... Deja, deja el jardín... no toques el rosal: Las cosas que se mueren no se deben tocar”.

Transitó la vida con la levedad de lo efímero. Sin embargo, se aferró a la vida con una obstinación que no condecía con su frágil humanidad. “Hay algo muy sutil y muy hondo en volverse a mirar el camino andado. El camino en donde, sin dejar huella, se dejó la vida entera...”

Era la época de la mujer que, soñando con el amor, huía del amor corporizado, porque ese amor sutil y poderoso se escaparía como el agua entre los dedos si llegaba a materializarse. Eran los años de Gabriela, de Alfonsina, de Juana. Sin embargo, Dulce María estaba sola en su refugio isleño, besada por esa brisa salobre que recogía sus versos solitarios: “Barco de mi esperanza, naufragado en una gota de agua...”

¿Acaso hubo un destinatario real de sus enamorados versos? O simplemente ella amaba al amor, más allá de su profundo misticismo?

“Dime, Señor, en forma que lo entienda,/Que hago yo en esta hora,/ en pie sobre la tierra/ con mi desesperada esperanza...”.

Y el amor, ¿dedicado a quién? Dulce María tuvo dos casamientos, el primero en 1937 con el ingeniero Enrique de Quesada Loynaz, del que se divorció en 1943, y en 1946 se casó con el periodista canario Pablo Álvarez de Cañas. Pero en sus versos aparece siempre el sentimiento de añoranza hacia aquel que no fue, aquel que estuvo y ya no está. ¿Tal vez era mejor así el amor, lejano, extrañado, deseado?

“Voy a medirme el amor/ con una cinta de acero:/ Una punta en la montaña/ La otra... clávala en el viento...”.

LA POESÍA DE LA ISLA

Dulce María fue una de las voces más exquisitas de la lírica americana. Contemporánea de las grandes mujeres americanas que descollaron con sus poesías, no fue debidamente conocida en el resto del continente: “Voy caminando y dejo atrás el cielo/ la luz, el amor...Todo lo que nunca fue mío”.

Dulce María no tuvo hijos. Jamás manifestó dolor por ello, ni tampoco el deseo de no tenerlos. Sin embargo entre su obra hay un canto a la mujer estéril que es como una confesión soterrada: “Madre imposible: pozo cegado, ánfora rota/ catedral sumergida.../agua arriba de ti...y sal. Y la remota/ luz del sol que no llega a alcanzarte. La Vida/ de tu pecho no pasa; en ti choca y rebota/ la Vida y se va luego desviada, perdida...”.

O la otra “Cauce seco”, donde la tristeza es confesión y grito: “Este cauce ya seco y sin arrullos/ de pájaros ni aguas/ tiene esa íntima tristeza/ de las cunas vacías.../Un niño muerto quédale flotando/en el aire... Una sábana revuelta/; Un esperar de alma que no llega!...”

Durante su larga vida recibió premios y distinciones, además del Cervantes, que reconocieron su figura fundamental dentro de las letras cubanas e hispanas: Orden de Alfonso el Sabio, Orden de Isabel la Católica y Premio Nacional de Literatura Cubana. En 1959 fue elegida miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua.

Lamentablemente sus libros no se consiguen fuera de la isla.

Dulce María Loynaz murió en su Cuba amada el 27 de abril de 1997. Siguiendo su voluntad fue enterrada vestida de blanco. Era apenas un cuerpo pequeño que había liberado al fin su alma delicada y frágil: “Sí, yo soy la que ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también me levante... Me eché a andar... ”.

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El Rey Juan Carlos I de España entrega el Premio Cervantes a Dulce María Loynaz, el 23 de abril de 1993.

PREMIO CERVANTES

El 23 de abril de 1993, una frágil anciana, casi ciega, se incorporó con mucha dificultad de su silla de ruedas para recibir del propio rey de España la condecoración que la convirtió en la segunda mujer honrada con el Premio Cervantes de Literatura. Era la culminación de una vida delicada, casi etérea, que supo expresar en versos todas las sutilezas de un alma solitaria: “Soy lo que no queda ni vuelve. Soy algo que disuelto en todo no está en ningún lado”.

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Una de las últimas fotografías tomadas a Dulce María Loynaz. Murió en Cuba, en abril de 1997.