En Nueva York

Grand Central Station: 100 años de la “catedral” de los trenes

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El pasillo central de la estación en todo su esplendor.

Foto: EFE

 

Chris Melzer

DPA

Es más visitada que Notre Dame, el Louvre, la Gran Muralla o los diversos Disneyland, pero se trata sólo de una estación de tren. Naturalmente, no de una cualquiera, sino de la más grande del mundo. La Grand Central Station de Nueva York es una catedral del transporte de masas y un brillante ejemplo de la protección monumental. Este sábado cumplió 100 años.

La estación tiene 67 andenes, más que ninguna otra en el mundo, pero ni un solo tren de larga distancia sale ya de este palacio en la calle 42. En cambio, cientos de miles de pasajeros se mueven diariamente en sus trenes de cercanías. Según una publicación especializada, 21,6 millones de turistas se acercan a verla todos los años. Aunque claro, la entrada es gratuita.

Nueva York tuvo su primer ferrocarril ya en 1831. En 1858, aquel monstruo de vapor fue desterrado a las afueras de la ciudad, donde actualmente se encuentra el centro, entre la calle 42 y Times Square. Cornelius Vanderbilt, que en su día fue el hombre más rico del mundo, se ocupó de dar un gran impulso a sus ferrocarriles, hasta que en 1902, un accidente acabó en un hito: el choque de dos trenes en los abarrotados túneles dejó 17 muertos. Una semana más tarde, se presentó un plan para cambiar al tren eléctrico y construir una nueva estación.

El concurso para llevar el proyecto a cabo lo ganó el equipo de arquitectos Reed and Stem (la hermana de Reed estaba casada con el vicepresidente del comité para su construcción). Más tarde entró en escena la Warren and Wetmore (Warren era el primo del jefe de ferrocarriles William Vanderbilt).

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Cientos de miles de pasajeros se mueven diariamente en sus trenes de cercanía. Foto: EFE

Sin aliento

Pero además de buenos contactos, claramente tenían talento, porque lo que se inauguró el domingo 2 de febrero de 1913, un minuto después de medianoche, dejaba sin aliento. La nueva estación se situó en la misma línea que construcciones como la Torre Eiffel de París o el Palacio de Cristal de Londres.

Las décadas que siguieron fueron de esplendor. Cuando presidentes y estrellas de cine viajaban a Nueva York, lo hacían en tren y naturalmente, llegaban a la Grand Central. El lujoso hotel Waldorf Astoria tenía andén propio y en la estación había un cine, una galería e incluso una escuela de arte. En 1947, más de 65 millones de estadounidenses había utilizado la Grand Central. Estadísticamente, casi uno de cada dos ciudadanos.

Sin embargo, pronto se dio la espalda al transporte ferroviario, y el esplendor se vino abajo. En 1967, la construcción iba a ser derribada, pero los neoyorkinos, y sobre todo la viuda Jacqueline Kennedy, se opusieron y apuntaron a lo ocurrido con la cercana Pennsylvania Station.

El imponente edificio que la albergaba había sido sustituido hacía apenas unos años por una “construcción moderna”, similar a un búnker, que aún hoy sigue considerándose un pecado arquitectónico. La Grand Central se mantuvo, aunque remodelada, y se le adosó un edificio de 55 plantas. Hasta 1976, el edificio no pasó a estar protegido como patrimonio de la ciudad.

Con todo, la construcción perdió y sólo era una sombra de lo que fue. Por fin, en 1990, empezó su restauración, en la que se invirtieron 600 millones de dólares. Hubo que esperar ocho años, pero la inauguración de la nueva Grand Central fue tan glamorosa como hacía 85. Su techo abovedado de estrellas sigue estando inclinado, tal y como dios lo ve, dicen.

Los neoyorkinos están orgullosos de su estación, el edificio más visitado de la ciudad. Más de un millón de personas acude cada año a ver el Empire State, pero la Grand Central sólo necesita dos días para llegar a esa cifra.