Carlos Chávez, un talento mexicano

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Nidya Mondino de Forni

“A mis ocho años, lo supe muy bien: yo sería músico a mi manera, y los que tocaban en la banda de Tlaxcala, a la suya. No es que no me gustara jugar, pero preferí tener largas pláticas, conversaciones muy extensas con el piano. Y lo bueno que también se me ocurrió leer, y mucho eh... porque después ya nunca tengo tiempo: andar corriendo para todos lados, dar clases, dirigir la orquesta, escribir artículos, componer mi música...”.

Esto expresaba Carlos Chávez (1899-1978), nacido en Popotla, bajo la sombra perfumada de oyamales y el dulce canto del cenzontle, entremezclados con la infinidad de verdes agitados de hierbas y flautas de carrizo. Mas había un lugar que le parecía único y distinto a todos los que pudiera haber en el mundo. Se trataba de Teotihuacán. Admirando esos enormes monumentos de belleza incomparable, como yendo hacia el cielo, sentía haber sido un habitante más de ese lugar, hace mucho, muchísimos años. Antes que el tiempo comenzara. Reconociendo que quienes construyeron las pirámides tenían una gran inteligencia, un espíritu esforzado y tenaz, movidos por un ideal que él compartía: la aspiración hacia lo más bello, lo mejor, la armonía total. Imágenes que, en sus diálogos con el piano, brotaban transformadas en sonidos musicales. Sonidos con los que buscaba sonoridades nuevas, concentrándose para ello en la rica herencia musical mexicana y comulgando, al mismo tiempo, con las ideas de vanguardia de los llamados “rebeldes”. Y así salió a “torear” como los buenos.

“No se trata de escribir música como la de antes (...) la música, como todo, cambia (...) y las cosas son diferentes en cada país (...), nosotros tenemos lo nuestro y digan lo que digan no creo que nos parecemos mucho a España. En México, no se usan castañuelas, por ejemplo, aunque claro que hay zapateados (...) y también la ropa es diferente (...) y lo que cantamos también es distinto, aunque sea con guitarras”.

Su música, estimulante por su áspero dinamismo, recia, expresa la libertad con que el artista del Nuevo Mundo elige entre las diferentes tradiciones que su país y occidente le ofrecen. Como ejemplo, un somero comentario de una de sus obras: “Xochipilli”, que le fuera encargada con motivo de la exhibición de arte mexicano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (1940).

“Xochipilli”, una imaginaria música azteca (aventura arqueológica musical), arreglada para cuatro instrumentos de viento (piccolo, flauta, clarinete y trombón) y seis de percusión, utilizando instrumentos indígenas mexicanos: teponaztli (tambores de tronco), wewetl (tambor de guerra, llamada y danza), omitchikawastli (rascador de huesos), sonajas, campanas, pezuñas de venado y trompa (construida a base de caracoles).

Se sabe que todas las culturas han cantado a sus dioses de la música. Entre los precolombinos, uno de los que más se distingue es Xochipilli (Macuilxochitl, para los aztecas). Etimológicamente, la palabra “xochipilli” deriva de xochi: flor y de pilli: señor o príncipe. Lo que significa estrictamente “príncipe de los flores”; por extensión: dios de la danza, del canto, de los instrumentos, de la diversión, revelando a un Dios de la Música de carácter festivo. Aparece por lo general con máscara de Xoscoxtli, una especie de perdiz de México que se caracteriza por su elevado plumaje en la cabeza y por ser la primera que canta al despuntar el alba; hay quienes le asignan la figura contorsionante de un mono, con larga cola, por considerarlo el animal que más típicamente representa el espíritu de diversión, jolgorio y erotismo del pueblo mexicano. Por otra parte, en el Museo de Antropología de la ciudad de México, lo vemos más bien como un dios hippie, desnudo, vestido con flores y con sandalias de caminante, en actitud de éxtasis, mirando el firmamento...

Parecido al Dionisios, dios griego del placer (el Baco de los romanos), expresiones de pasiones encontradas de bondad y de bien, de excitación y lujuria, de divinidad y primitivismo. Siempre rodeadas de misterio que nos hacen comprender el papel de la música entre los precolombinos, esto es ligada a sus mitos, magias y ceremonias, con tremendas implicancias eróticas, sangrientas, aterradoras e incomprensibles hoy para nosotros, así como tampoco ellos comprenderían muchos de nuestros actos, reflejados en guerras pavorosas y aprestos constantes de destrucción del mundo.

Imaginemos, al escuchar el son de los instrumentos en la obra de Chávez, marchar en procesión, por la amplísima calzada que lleva de la Pirámide del Sol hasta la de la Luna, donde Xochipilli es llevado en andas, rodeado de frutos, de plumas y de flores, por dos bellos mancebos, precedidos por un anunciante, un sacerdote adornado con colmillos de jaguar y su hacha ritual, con sandalias, tocando en resonante caracol, signo de la fertilidad, de la comunicación con Dios, signo de la música. De la música como medida de todas las tristezas y alegrías, estados por los que pasó el talentoso compositor que, en sus últimos años residió en Nueva York, pero que el destino quiso, quizás de manera apropiada, que muriera mientras visitaba a su hija Ana, en los suburbios de Coyoacán, en la ciudad de México. Su tierra, a la que rindió tantos honores a través de su voluminosa obra.