Editorial

Política y avance narco

Se pareció demasiado a una escena cinematográfica. Sin embargo, se trata de la más cruda realidad. De una realidad que durante años se encargó de dar claras señales de alerta que, lamentablemente, no fueron valoradas a tiempo.

Las calles céntricas de la ciudad de Rosario se convirtieron en los últimos días horas en el escenario de ajustes de cuentas de mafias y narcotraficantes. El hecho más grave ocurrió a ocho cuadras del edificio de Tribunales, cuando el hijo de un ex jefe de la barra brava de Ñuls fue ultimado por un sicario con un certero balazo en la cabeza.

La víctima, Maximiliano Rodríguez, de 26 años, se recuperaba de un ajuste de cuentas previo, luego de que fuera baleado porque se supone que él había disparado contra un adolescente de 17 años que “custodiaba” un búnker de drogas en un barrio de la ciudad.

En definitiva, los hechos muestran todos los ribetes de una guerra entre bandas narcos. Como viene ocurriendo en países como Colombia o México desde hace décadas, donde las matanzas son moneda corriente.

De hecho, en lo que va de 2013 se produjeron 27 asesinatos en Rosario.

Tal vez pueda parecer exagerado comparar lo que sucede en la Argentina con lo que ocurre en un país desangrado, como México, donde se calcula que desde 2006 fueron asesinadas alrededor de 50 mil personas. Pero es evidente que estos dramáticos escenarios no se generan de la noche a la mañana, sino mediante un proceso que debe ser atacado antes de que cobre un volumen inmanejable.

Quienes han vivido de cerca dicho proceso aseguran que, los primeros síntomas de avance narco sobre un territorio, se manifiestan en despliegues de extravagante riqueza.

A fines de 2008, cayó en Rosario un hombre que luego sería conocido como “El rey de la efedrina”. Se trató de Mario Segovia, quien se daba el lujo de pasear por las calles de la ciudad en un Rolls Royce último modelo, mientras su esposa conducía un Hummer de 2007, otro de 2006 y una camioneta Land Rover, entre otros vehículos de alta gama.

Pero hay más síntomas que revelan el avance narco. Por un lado, la corrupción en las fuerzas de seguridad. Por otro, la guerra abierta entre grupos rivales, que pelean por territorios representativos de negocios y dinero.

Si no se lo detiene con decisión, el flagelo se extiende como una verdadera epidemia. La corrupción se expande. Las muertes se multiplican entre las tropas mafiosas, pero también incluyen a vecinos que quedan en medio de balaceras y a aquellos que se atrevan a investigar o a enfrentar el fenómeno.

Las señales son elocuentes. Por lo tanto, el gobierno provincial enfrenta un doble problema: controlar la situación expansiva del crimen en un año electoral donde el justicialismo juega a fondo con la carta política de la supuesta inacción oficial.

A la vez, encumbrados funcionarios nacionales convergen en este propósito con un sorprendente grado de cinismo e irresponsabilidad, ya que el narcotráfico es un delito federal y la droga permea las fronteras con extraordinaria facilidad.