Opinión

El precio del vandalismo

En casi cinco años, la Reserva Ecológica tuvo que afectar 50 mil pesos a la reparación de los elementos rotos o sustraídos del predio ubicado en la Costanera Este. El municipio local reconoció que gasta alrededor de un millón y medio de pesos por año para arreglar todo aquello que fue concebido para el uso y disfrute público, y que manos anónimas se dedican a destruir. Y se podrían sumar el dinero y el esfuerzo que demanda la reposición de las instalaciones eléctricas que pertenecen a la Epe y que -para la obtención y posterior venta de materiales- dejan a oscuras a sectores de la ciudad y de la región, con lo que se produce un doble perjuicio.

En ningún caso puede hablarse de inversión, sino de gasto, y la diferencia entre ambos conceptos no es menor: el primer término alude a los fondos que se destinan a una obra nueva o a la obtención de una ganancia a futuro. Pero lo que ocurre en los casos que se enumeran aquí es bien distinto, porque se trata de afectar a la reposición de lo que se roba y al arreglo de lo que se rompe el dinero que podría ser destinado a nuevas obras o a mejorar lo existente.

La lista de acciones vandálicas incluye juegos rotos en las plazas, que fueron concebidas como lugar de encuentro y de disfrute, y cuyos destinatarios son -mayormente- niños y niñas; baños destruidos en el Parque General Belgrano, uno de los predios más concurridos en los fines de semana, sobre todo en verano cuando los piletones se convierten en una alternativa pública y gratuita para numerosos vecinos; bancos, que deberían servir para el descanso en lugares públicos, inutilizados; y podrían sumarse cestos, monumentos, esculturas y todo aquello que esté construido o colocado en parques o veredas -y que es solventado por la comunidad a través de sus tributos- y pueda ser dañado.

En los últimos años y como una forma de evitar estos hechos, ante la obvia imposibilidad e inconveniencia de controlar todo lo que ocurre en la ciudad, se optó por incorporar elementos menos vulnerables o que resistan por más tiempo el accionar de los desaprensivos. Así fue como el término antivándalos se incorporó a la descripción y al presupuesto del mobiliario público, de las rejas para desagües y hasta de las luminarias. Igual, hay que reconocer que la imaginación y la persistencia de quienes deciden apropiarse de lo ajeno, que en estos casos y por definición pertenece a todos, suele ganar la partida.

En el primer caso que se enumera en este artículo, desde la Reserva Ecológica se confirmó que las barandas de entrada fueron quitadas para hacer fogatas en la playa: un verdadero desatino que se suma a todos los ya enumerados.

A esta altura queda en claro que hay más de una forma de apropiarse de los espacios públicos y lo que allí está instalado y colocado: una es disfrutarlos, cuidarlos, preservarlos y valorarlos. La otra es destruirlos y evitar que puedan ser aprovechados por la comunidad. El problema es que los que participan en esta última son minoría pero comparten la dudosa cualidad de perjudicar a todos.