Preludio de tango

“El alma que canta”

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Manuel Adet

Un tío que, además de tanguero, era porteño y soltero la coleccionaba. Yo era pibe y a veces me entretenía leyendo los tangos que se publicaban en la revista o contemplando las fotos y caricaturas de lo que entones me parecían grandes estrellas de la farándula porteña. A personajes como Dante Linyera, Carlos de la Púa o Celedonio Flores los conocí en esas circunstancias. Muchos años después, descubrí que Borges consideraba la probabilidad de que la literatura del futuro se estuviera escribiendo en “El alma que canta”, la revista fundada por el tano Vicente Bucchieri en 1916 y que salió regularmente todas las semanas casi hasta 1961.

Bucchieri, el director, había nacido en Sicilia el 11 de noviembre de 1901. Según se sabe llegó a estos pagos cuando tenía siete años y, como tantos pibes humildes de su tiempo, para combatir la pobreza y el hambre se dedicó a vender diarios en la calle. En algún momento, el muchachito estuvo instalado voceando las noticias en la esquina de avenida Entre Ríos y Constitución, donde funcionaba un kiosco de diarios y revistas, propiedad de los hermanos Juan y Rafael Canaro. Las puertas de la calle, el tango y la escritura estaban abiertas.

La adolescencia de Bucchieri transcurre en el barrio de Constitución y, según sus propias palabras, su paisaje preferido siempre fue el hall de la estación, ese clima de gente que va y viene, esa mezcla de ambientes donde los trabajadores se confunden con los empleados públicos, los ladrones con la gente decente, las señoritas con las chicas de la noche. Una postal intensa de la ciudad, la ciudad que en esos años está creciendo para los cuatro costados.

¿Por qué se le ocurrió a un muchacho de la calle sacar una revista que recopilara las canciones de entonces? No lo sabemos. Lo que se sabe es que el primer número salió en algún mes de otoño de 1916 y que ese tiraje fue de cinco mil ejemplares. Son apenas doce páginas sin tapas, sacadas a pulmón, vendidas al módico precio de diez centavos y con una leyenda clásica: “Sale cuando puede”.

“El alma que canta” será el nombre de la revista, un nombre plagiado del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien había bautizado con ese singular apodo a la cupletera Raquel Meller. No se sabe si alguna vez Gómez Carrillo se enteró del destino de su apodo. Tampoco importa mucho saberlo. Lo seguro es que el plagio sobrevivirá al original y, además, será mucho más famoso.

En los primeros números de la revista, abundan los poemas de los payadores y los cuplés. Pronto el tango empieza a ganar posiciones y para la década del veinte ya es el género musical preferido por la revista y los lectores. En los primeros años, Bucchieri se encarga personalmente de escribir, imprimir y repartir la revista. Después deberá darle a la improvisada empresa, cuya primera sede funciona en el bar Don César, de Juan de Garay y Solís, alguna racionalidad contable porque así lo exige el éxito del emprendimiento, éxito que para mediados de la década del veinte se manifiesta en un tiraje que supera los cien mil ejemplares. Ya para entonces la empresa se ha trasladado a su flamante sede de Reconquista 375.

El éxito editorial es explicable. Para esa fecha las ciudades argentinas y, muy en particular Buenos Aires, se modernizan y ello incluye entre otras cosas la aparición de una música popular tarareada por hombres y mujeres. El tango, pero no sólo el tango, empieza a interesar a un gran público. De más está decir que en aquellos años no había televisión y recién en los años veinte la radio irá ganando lentamente un espacio. En ese contexto histórico “El alma que canta” es la revista que permite acceder a los poemas escritos por poetas populares y a las canciones cantadas por los flamantes ídolos.

Se dice que en su mejor momento los escritores se desvivían para ser publicados en la revista. Bucchieri cuenta que una vez el poeta Almafuerte lo paró en la estación de Constitución y le entregó un poema. “Pa la revistita”, le dijo. Alfonsina Storni y Vicente Barbieri, entre otros, publicaron en esos años. Para los poetas desconocidos salir en “El alma que canta” era una garantía de popularidad. El escritor Alberto Vaccareza va a expresar el fenómeno con palabras que luego fueron célebres: “A ‘El alma que canta’, la lee desde el presidente de la República hasta el último chacarero”. Es decir, se lee en el campo y en la ciudad, la leen los pobres y los ricos, los criollos y los inmigrantes. Todo esto era posible, entre otras cosas, porque en la Argentina de entonces las grandes mayorías estaban alfabetizadas.

Las primeras diez páginas serán después veinte, luego treinta hasta llegar a la cifra de sesenta. Para entonces es una revista con todas las de la ley, con su público lector y sus clásicas secciones. Cada una de ellas convocaba a miles de lectores. Los títulos de las secciones se transforman en verdaderos clásicos del género. Estamos hablando de “Últimas novedades”, “En el reino de la fábula”, “Hípicas”, “Brisas campesinas”, “Su majestad el tango”, “Últimos tangos de gran moda”, “Su alteza el shimmy”, “La musa idealista”, “El arrabal porteño”, “El secreto de los chicos”, y una sección singular titulada “Conventillo político”, sección que en 1930 la dictadura de Uriburu se encargó de hacer desaparecer. Como dato original, hay que mencionar su “Correo sentimental”, consumido como pan caliente por un público que a través de ese correo concierta semanalmente citas amorosas, todas precedidas por una leyenda que será un clásico de la revista: “Te espero con un clavel en el ojal y ‘El alma que canta’ en la mano”.

Para 1928, la revista ya tenía una tirada de 250.000 ejemplares. El éxito empresario incluye concursos de tangos que cuentan con la participación de letristas y cantantes populares. “Viejo ciego”, el poema de Cadícamo sale a la fama por haber ganado el primer premio en un concurso organizado por la revista. En 1945, el tiraje sigue superando con comodidad la cifra de cien mil números. Ya está la radio y pronto empezará la televisión, pero los lectores siguen comprando la revista. Sin embargo, la declinación ya se ha iniciado. La Argentina de 1916 no tiene nada que ver con la de la década del cincuenta. Otros gustos, otras preferencias y otros valores. También otra manera de consumir la cultura. Conclusión; para 1960 ya está liquidada y a principios de 1961 la revista desaparece de los kioscos sin pena ni gloria y sin que en su momento nadie pareciera molestarse por su muerte.

Hoy los números de “El alma que canta” son disputados por los coleccionistas, y periódicamente en Mercado Libre salen ofertas para adquirir números viejos. No es para menos. En ese emprendimiento modesto y sencillo, pero consumido por multitudes, se ha ido recopilando con los altibajos del caso, una antología formidable de letras de tangos.

Don Vincenzo no sólo fundó “El alma que canta”. Pertenecen a su creatividad revistas populares como “Tarascone”, el apodo de un conocido jugador de fútbol de entonces. “Purrete” es otra revista ideada por él, pero para los pibes. “Micrófono”, dirigida por Homero Manzi. El éxito editorial, como pasa en estos casos, incentivó a la competencia. En esos años salen a la calle “Canta claro” e “Ídolos de la radio”. La gente gastaba plata para leer revistas donde se publicaban canciones y chismes de la noche porteña.

Vincenzo Bucchieri murió casi en el anonimato el 23 de septiembre de 1985. Era un prócer del tango, pero muy pocos lo sabían. En la actualidad una plazoleta de Pompeya lleva su nombre. Y recientemente algo parecido se hizo con una calle de Boedo. Don Vincenzo se lo merecía.