Contra la violencia institucional

Osvaldo Agustín Marcón

Entre muchos de quienes torturan y muchos de quienes solamente degradan hay más una diferencia de intensidad que de naturaleza en sus acciones. Se trata más de una diferencia en la profundidad del daño que en su íntima significación, lo que en muchos casos depende más de los instrumentos disponibles.

El próximo 8 de mayo se conmemorará, por primera vez en la República Argentina, el Día Nacional de Lucha contra la Violencia Institucional (Ley 26.811), en repudio a graves violaciones a los Derechos Humanos ocasionadas por Fuerzas de Seguridad. Con tal motivo conviene subrayar que casi a la par, y no por azar, en 2012 se creó el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (Ley 26.827). Esta decisión fue consecuente con la adhesión del país, en 2004, al Protocolo Facultativo de la convención internacional de análoga nominación. Además, en noviembre pasado, el secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Álvarez Icaza) caracterizó como paradigmática la relación de la Argentina con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos aunque, al mismo tiempo, identificó una significativa materia pendiente en lo que llamó “abuso de la prisión preventiva”.

Varios hilos enlazan esos tres momentos, aunque el más nítido es el referido a la admisión de la tortura como violencia institucional que depende de la posibilidad de afectar total o parcialmente la libertad ambulatoria del torturado. Entre otras cosas, la admisión de la tortura como hecho no excepcional (de otro modo no se justifica una ley) debiera sacudir la modorra de sectores ciudadanos convencidos de que tales violaciones forman parte de la historia (p.ej.: períodos militares). También convendría entender que el abuso discrecional de la libertad ambulatoria remite a prácticas inquisitoriales, cuyo desalojo definitivo urge, y que para que ello suceda es necesario admitir el problema en cuanto tal. Más aún, es condición reconocer que no se trata de prácticas aisladas de unos grupos de uniformados, atrapados en lógicas psicopatológicas, sobre ciudadanos en inferioridad de condiciones. Por el contrario, son acciones asentadas en mandatos sociales del tipo “negros de m.” o “hay que matarlos a todos”, ideas en las que encuentran gran parte de sus justificaciones los ejecutores finales.

Ahora bien: aunque la tortura ocupa el lugar central en el referido esquema, los tratos inhumanos o degradantes expresan otros aspectos de las violencias institucionales, remitiendo a prácticas a las que también convendría prestar atención para avanzar hacia una modernización incluyente (de todos los ciudadanos y todo el ciudadano). Estos aspectos aparecen de manera velada en prácticas institucionales tan enquistadas como naturalizadas, por lo que quedan opacados los modos en que ellas afectan derechos. Ante esto es importante señalar que existen puentes que comunican sentidos entre aquellas torturas, ahora ocultas tras cuatro paredes (en el Medioevo podían ser públicas), y esta degradación escondida en distintos tratos institucionales violentos. Los siguientes forman parte de una larga y variada lista de ejemplos: respuestas irracionalmente protocolizadas o burocratizadas, actitudes discriminatorias, malos tratos con ropaje tecnocientífico, éticas profesionales difusas cuando no ausentes, apropiaciones del tiempo de los ciudadanos en esperas interminables, etc.

En este marco, uno de tales sentidos comunicantes es el referido al uso abusivo de potestades originariamente pensadas en clave de servicio al ciudadano, ahora transformadas en inhumanización y degradación. Entre muchos de quienes torturan y muchos de quienes solamente degradan hay más una diferencia de intensidad que de naturaleza en sus acciones. Se trata más de una diferencia en la profundidad del daño que en su íntima significación, lo que en muchos casos depende más de los instrumentos disponibles que de la intencionalidad. Por eso es pertinente aunar los referidos tópicos (torturas y tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes). Dicho de otro modo, puede hipotetizarse que intercambiando actores, es decir dotándolos de otras herramientas, muchos se animarían a cumplir los mandatos de manera similar.

Por todo ello conviene problematizar estos tópicos pero en un amplio espectro de instituciones. Dado que los mandatos sociales están en el centro del asunto, es que se trata de una cuestión de poder, tanto a nivel macro como a nivel de lo que Foucault denominara microfísica del poder. Por ello insistimos: la tortura como objeto central debe ser erradicada. Pero en dicha tarea conviene tener presente que ella tiene la potencialidad de atraer atenciones, constituyéndose en chivo expiatorio. Por el contrario, ella remite a un sustrato sociocultural sobre el que urge trabajar. Así, no conviene que la tortura quede depositada en cabeza de un grupo de ejecutores, sin advertir que la consideración de los otros elementos -tratos inhumanos o degradantes- permitirían abrir el abanico hacia los supuestos sociales en los que se asientan las referidas prácticas, tocando con ello aspectos fundantes de las mismas.

La tortura como objeto central debe ser erradicada. Pero en dicha tarea conviene tener presente que ella tiene la potencialidad de atraer atenciones constituyéndose en chivo expiatorio. Por el contrario, ella remite a un sustrato sociocultural sobre el que urge trabajar.