“Una cruz en el mapa”

Las complejidades del deseo

Las complejidades del deseo

No hay lugar en la obra para las divagaciones, y cada uno de sus diálogos desprende un hálito de sigilosa poesía, muy congruente con las intenciones de las autoras. Aquí, las excelentes Luciana Brunetti y Adriana Rodríguez.

Foto: Gentileza producción

Roberto Schneider

Dos mujeres talentosas son las autoras de “Una cruz en el mapa”, el espectáculo de la Comedia Universitaria de la UNL estrenado en el Foro Cultural: Patricia Suárez y Sandra Franzen. La primera temática abordada es el intenso dibujo de sus personajes femeninos, que las seducen y entablan con ellas un idilio áspero, muchas veces devastador. Allí, radican las mejores virtudes de la escritura de este texto: una osadía infrecuente para designar las complejidades del deseo y del alma humana y, sobre todo, una pericia introspectiva fuera de lo común para mostrar un pozo de vulnerabilidad perpleja que los amores prohibidos dejan en el ánimo de quien los ha probado, una vez filtrados por el tamiz de la memoria. La pieza contiene un tiempo desolador y esperanzado, y revela a dos espeleólogas de almas, con una contundente intensidad emocional.

“Una cruz en el mapa” narra la peripecia física e interior (otro de los mayores aciertos es convertir el paisaje circundante en alegoría de las pasiones que agitan a las protagonistas) de dos hermanas asediadas por la soledad, que no tardan en desarrollar tercas obsesiones al mundo que las circunda. Están invadidas por el deseo y cada una de ellas dispara expresiones que las definen con nitidez y tratan de mitigar su profunda soledad y su orfandad con otros personajes, con los que establecen relaciones de conflicto. Todos los encuentros con esos “otros” personajes poseen un ingrediente común: el lenguaje, vehículo de expresión del mundo civilizado, queda reducido a lo imprescindible y su función es suplida por los jeroglíficos del deseo, apremiantes o atribulados, abruptos o subterráneos. Y es que esas hermanas son prisioneras de un mundo casi primigenio, amortajado por el misterio del exterior, que las sumerge en una fuerte desolación, transformándolas en mujeres distintas, atraídas por las fuerzas ancestrales que gobiernan su deseo, que ocupan sus rutinas. Afuera, estas mujeres son asediadas por un mal muy clásico de la época en la que transcurre la obra: las langostas.

En ese contexto cuasi mítico, estos personajes adquieren una categoría arquetípica, son algo así como tótems que resucitan una religión hibernada, ruda y matriarcal, regida por liturgias que el ser humano civilizado debe aprender a descifrar, antes de arrojarse a su culto. La principal fuerza de la obra reside en esa invocación de elementos míticos, subrayada por un lenguaje despojado, de períodos breves, enjuto y como acurrucado en su laconismo. No hay lugar en “Una cruz...” para las divagaciones, y cada uno de sus diálogos desprende un hálito de sigilosa poesía, muy congruente con las intenciones de las autoras, que diseccionan la anatomía del deseo en un marco de austeridad máxima, que hace más nítidas las figuras de esas mujeres.

Ese detallismo en la construcción de los personajes -el hombre y la otra mujer que forman parte esencial de la historia- logra crear una atmósfera cautivante, por momentos casi irrespirable, que actúa a modo de contrapunto sobre la pasión desmesurada de esas dos mujeres que constituye el meollo de la narración. Así, del mismo modo que el entorno y la amenaza de la plaga se alzan como una especie de oxímoron en conjunción con el fuego devorador que las consume, se yergue la cartografía tumultuosa del deseo, que acabará anegando el paisaje interior de las protagonistas, empujándolas al borde de un abismo destructivo y liberador a un tiempo.

La puesta en escena de la obra, dirigida por Sandra Franzen, tiene los mejores logros en el desempeño actoral de sus dos actrices protagonistas. Luciana Brunetti y Adriana Rodríguez construyen con indiscutible excelencia el espíritu de esas dos hermanas que llevan marcas, cicatrices, heridas que sangran. Logran transmitir que sus destinos se cruzan; hay mucha soledad en cada gesto, en cada acto. Hay desesperación, por más que traten, sin suerte, de ocultarla. Están muy bien acompañadas por María Flavia del Rosso, que capta con precisión el alma de su rol, y está correcto Oscar Castellano.

Son de alta calidad la escenografía y la iluminación de Mario Pascullo y la música de Hugo Druetta en tanto adquiere carácter protagónico el excelente vestuario de Verónica Bucci y Facundo Ternavasio, todos sumando valores a una totalidad que sirve para desentrañar la profundidad de las heridas, cicatrices, golpes, manchas y lágrimas que muestran cada uno de los integrantes de esta historia singular.