Diez años de impunidad (y la memoriaque insiste)

Gabriela Redero

gabiredero@hotmail

En aquellos días, la cámara de fotos y el grabador, la imagen y el diálogo, la foto y la palabra, fueron nuestro refugio. En esa ciudad del desamparo, nos encontramos quienes formamos parte de un grupo de investigación de memoria de la inundación: retratamos entonces 20 voces, 20 vecinos de distintos barrios del oeste que testimoniaron por todos los hombres y mujeres afectados. Repasar hoy “Memorias y olvidos de la gente del oeste” es volver a vivir, con la intensidad del recuerdo, aquella tragedia previsible.

Y entonces vuelven a naufragar los libros atesorados durante 30 años por Lucía Molina y Mario López en la Casa de la Cultura Indoafroamericana. Y los de Adriana Falchini y Raúl Venturini , tras una vida de estudio y de trabajo en comunicación y teatro popular, flotando en su casa de barrio Roma. Y los de Juan Carlos Rodriguez F., souvenirs de amigos, amores y autores que le abrieron la cabeza y las puertas a nuevos universos creativos, saliendo en medio del agua podrida por la puerta de su hogar de Barranquitas.

Hoy, Mario ya no está.

Hoy, el Flaco Rodríguez ya no está.

Y vuelvo a escuchar la vocecita frágil de Gladys Barbatto, llorando por una foto perdida, único recuerdo de su hija muerta. Y lamentando la destrucción de su colección de revistas Utilísima, que tantas tardes la empujaron a la labor.

Y me resuena en lo profundo la cadencia poética de Horacles, contando cómo la inundación le llevó a su compañera de siempre. Gritando con la palabra un dolor indescriptible.

Hoy, Horacles ya no está.

Y vuelve la descripción de Cristian y Vanesa, de Villa Oculta: “En nuestro barrio siempre había música, y ahora está denso: el olor, el silencio y los perros ladrando... retumba el barrio de dolor’’.

Y recorro otra vez la habitación vacía de Raúl Torres, en el Centenario, húmeda, fría y con una cama rescatada del barrio como único elemento desde donde iniciar la reconstrucción.

Y recuerdo al Romy, un rocker del Centenario mostrándose tan frágil como nunca quizás, frente al dolor de sus padres y conmovido por la solidaridad: “descubrí gestos hermosos, como el de Pamela, una chica que en esos días se dedicaba a hacer muñequitos para los chicos de la villa. Ahí te das cuenta que no todo es lo básico. Yo tenía la costumbre de decir: bueno, ¿qué es lo importante? Agua, comida y un techo para refugiarte. Pero a veces preferís mojarte y que te abracen...”.

Y aparece el Tuco, en los despojos de su casa levantada en barrio Arenales, con los desechos recogidos cirujeando en su carro.

Y entonces me quedo con las palabras de Marilyn, de Santa Rosa de Lima: “fue como si a la vida y a las personas se nos cayeran los mantos y las caretas... Emergieron los sentimientos verdaderos y los otros... Todo se mostró. Porque, convengamos, que nosotros sabíamos que la municipalidad, el gobierno, no era lo que esperábamos. No necesitábamos estar tapados de agua para saberlo. Pero el agua vino, hizo ¡puff! Subió el telón, escenario, todos los actores... Pero sin libreto. Y vimos lo mejor, y vimos lo peor, y vimos todo mezclado. Y vimos lo que no hubiésemos querido ver nunca. Ese dolor fuerte acá en el pecho, no me lo voy a olvidar jamás; esa sensación de abandono no se si me la voy a sacar alguna vez...”.

Pasaron diez años. Cada minuto, cada hora, cada día y cada noche de esos 10 años, con la sensación, con la certeza, con la impotencia, de la impunidad.

La palabra y el gesto, expresiones de las catarsis individuales, fueron tejiendo pieza a pieza un rompecabezas, la historia compartida: la de la cuadra, la del barrio, la del oeste de la ciudad.

Aquellos fueron días oscuros. Días en los que, sin embargo, el relato urgente, visceral, necesario, procuró una reconstrucción colectiva de la identidad cotidiana que había naufragado bajo las aguas saladas.