Mesa de café

La muerte de Paco Acosta

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por Remo Erdosain

Quito, el mozo, se acerca a la mesa con la bandeja en la mano. Toma los pedidos, y antes de retirarse suspira hondo y nos dice: “O en esta ciudad terminamos con los delincuentes o los delincuentes terminan con nosotros”. Lo escuchamos en silencio. Nos mira para saber si vamos a responderle y como no es así, agrega: “El lunes de la semana pasada mataron a un vecino de mi hermano, se llamaba Félix Acosta, pero le decían Paco. Esa madrugada la acompañó a su mujer a tomar el colectivo; pasó un tipo en una moto, les apuntó con un revólver y cuando él quiso defender a su esposa, lo mató de un tiro. Del asesino no se sabe nada, pero si por casualidad lo llegaran a meter preso seguro que alguien va a encontrar la manera de dejarlo en libertad.

Todos persistimos en el silencio, motivo por el cual Quito se retira.

—Si lo dejamos seguir hablando -comenta Marcial-, seguro que nos propone organizar algún comando de la muerte.

—Pero esta vez algo de razón tiene -observa José.

Todos lo miramos sorprendidos. Él toma un trago de café y después agrega:

—Yo lo conocía a Paco Acosta y mi hermano lo conocía más. Se hicieron amigos hace como cincuenta años atrás, cuando Paco llegó del norte de la provincia para trabajar en la ciudad. Era un muchacho entonces, pero un muchacho que ya venía con su historia a cuestas.

—¿Cómo es eso? -pregunto.

—Vino de La Gallareta, al poco tiempo del cierre de La Forestal. Allí, había estado con otros compañeros organizando a los trabajadores que habían quedado en la calle. Siempre me hablaba de una olla popular que habían armado con el apoyo de algunos curas de la zona.

José toma otro trago de café, entrecierra los ojos como tratando de forzar los recuerdos y después dice:

—Paco era un gran tipo, un tipazo, un hombre inteligente, trabajador, derecho a carta cabal. Y solidario, muy solidario.

—Según tengo entendido era albañil -acoto.

—Lo era, pero además fue muchas otras cosas más. Habrán leído en el diario que los vecinos y amigos lo calificaron como un gran formador de hombres. Como todo tipo interesante en serio, a Paco no se lo podía definir con pocas palabras, pero en el sentido más trascendente del término habría que decir que, efectivamente, fue un gran formador de hombres.

—Eso no lo terminé de entender expresa Abel.

—Te lo explico. En los últimos años, todo paisano que llegara del norte de la provincia sabía que tenía que verlo a Paco porque él enseguida lo relacionaba o lo capacitaba en el oficio de albañil. Pero no sólo les enseñaba cómo se prepara la mezcla o cómo se levanta una pared o se trajina en el andamio, les enseñaba a trabajar en serio y les enseñaba a luchar por sus derechos, es decir, les enseñaba a ser dignos, a respetarse a sí mismos. Paco era de esos tipos que trabajaba mucho y exigía mucho. Además, era de los que predicaban con el ejemplo. Todos lo que lo conocían sabían que era un tipo de una sola pieza.

—Tengo entendido que alguna vez fue vecinalista.

—Fue muchas cosas. A principios de los sesenta, ya estaba instalado en Barranquitas, donde organizó a los vecinos cuando vino una gran inundación. A fines de los sesenta se fue al norte y allí estuvo entreverado en las luchas sociales de aquellos años bravos. Paco fue dirigente vecinal, pero también fue un luchador social. Creía en una sociedad más justa y más libre. Era un modesto albañil, pero quería saber cómo funcionaba la sociedad y qué pasaba en el mundo. Llegaba molido del trabajo, pero siempre tenía tiempo para estar con sus amigos y siempre se hacía tiempo para leer. No era un intelectual, no necesitaba serlo, pero respetaba los libros y sabía muy bien lo que quería.

—Seguro que era peronista -acota Marcial con un leve tono burlón.

—No, no lo era confiesa José-, nunca lo fue y muchas veces hemos discutido por eso.

—Eso me sorprende admite Marcial- y además es un buen motivo para que me empiece a caer simpático.

—No era peronista, pero no era gorila aclara José- tenía muchos amigos peronistas que lo respetaban porque se lo merecía.

—Lo que sé digo- es que alguna vez estuvo relacionado con el cura Catena, la monja Ethel y el padre Yacuzzi.

—Puede ser -admite José-, en los barrios del oeste era muy popular y muy querido. Podría haber sido un dirigente político de primer nivel.

—¿Y se puede saber por qué no lo fue?

—Porque estaba más allá de esas pequeñas vanidades. A él le alcanzaba con ser respetado y querido por los compañeros del barrio y, si algún orgullo tenía, ese orgullo eran su mujer y sus hijos, el orgullo de saber que podía caminar por la calle sin avergonzarse ante nadie y la íntima satisfacción de saber que sus hijos estaban orgullosos del padre que tenían.

—¿Y qué pasó cuando llegaron los militares en 1976? -pregunta Abel.

—Al hermano lo metieron preso, pero él se pudo escapar informa José- anduvo unos cuantos años por muchos lados, siempre trabajando de albañil, de peón, de jornalero. Según me contaba, vivió algún tiempo en Entre Ríos hasta que pudo volver a Santa Fe.

—O sea digo- que un pedazo de historia de Santa Fe, de los barrios sufridos de Santa Fe, desaparece con su muerte.

—Así es reconoce José.

—Convengamos que no deja de ser una ironía macabra señala Abel- que un tipo como Paco, que, según me dicen ustedes, fue un luchador, un vecinalista respetado, un hombre formador de hombres de trabajo, muera en manos de un malandrita de cuarta.

—El asesino seguramente no sabía a quien estaba matando.

—No sé si lo sabía con exactitud -reacciono-, pero lo seguro es que sabía que estaba matando a una persona, y eso ya es más que suficiente.

—Su muerte -agrega José- es un testimonio elocuente de su calidad humana. Se levanta a la madrugada para acompañar a su esposa que trabaja de enfermera en un hospital. Cuando el delincuente le apunta con una pistola, se juega y se arroja sobre él para defenderla. Allí es cuando, después de un forcejeo, le pegan el tiro que lo mata. A lo mejor fue una imprudencia, a lo mejor no debería haberlo hecho, pero lo seguro es que Paco no era hombre de aceptar que alguien amenazara a su esposa con un arma de fuego. Además, se tenía confianza. No era la primera vez que alguien lo apuntaba con un arma y en todos los casos había sabido salir con la frente alta.

—Yo me hubiera dejado robar afirma Marcial.

—En vos no me extraña, respondo.