editorial

Cuestiones de salud

El mal manejo de la información oficial sobre el cuadro atravesado por la presidenta, responde a la misma matriz que potencia su impacto sobre la gestión.

Los avatares de la salud presidencial ocuparon justificadamente las portadas y titulares periodísticos de los últimos días, en un contexto en el que el deficiente manejo oficial de la información y las especulaciones en el orden institucional cargaron a la situación con dramatismo e incertidumbre claramente evitables.

Por cierto, si al sorpresivo anuncio de que la persona a cargo del Poder Ejecutivo de un país debe guardar 30 días de reposo, se suma horas después la novedad de que debe someterse a una intervención quirúrgica -nada menos que en la cabeza- es comprensible que se produzcan zozobras y crezca la inquietud. Máxime cuando -a diferencia de la mayoría de los países con democracias consolidadas y a semejanza de aquéllos con regímenes populistas o personalistas- el secretismo opera como caja de resonancia de las suspicacias y temores de la población.

Pero la cuestión asumió particular gravitación en nuestro país en virtud del momento y las circunstancias en que se produce, y especialmente por sus eventuales consecuencias en los planos político y de gestión, habida cuenta de la manera en que ésta se encuentra estructurada.

Efectivamente, el impacto se sintió de lleno en la campaña electoral, que la mandataria había cargado sobre sus hombros tras el pobre desempeño de sus candidatos en la primaria. Si bien no parece que el episodio vaya a incidir de manera determinante y por sí mismo en los resultados del próximo día 27, indudablemente el desarrollo de la actividad proselitista del oficialismo será diferente, y posiblemente el tono del discurso opositor también se adapte al contexto imperante.

Mayor relevancia tiene este dato en lo que hace a la gestión. La coyuntura encuentra al gobierno sumido en un conflicto con Uruguay por la actividad de la pastera UPM, la amenaza de default por la causa de los fondos buitres y las dificultades para encauzar la presión inflacionaria sobre la economía interna.

Ante frentes de este tenor, cualquier administración se vería afectada por la momentánea defección presidencial. Pero existiría una red burocrática de funcionarios y dirigentes idóneos y entrenados para capear e incluso resolver los problemas, por lo menos en el interín.

No es el caso de la Argentina, donde Cristina Fernández desarticuló casi por completo esa estructura, reduciendo a la mayoría de los integrantes del gabinete a figuras sin márgenes de decisión, meros gestores de cuestiones menores de su incumbencia. La mandataria cuenta apenas con un estrecho círculo de colaboradores de confianza, pero que en muchos casos no se dispensan confianza entre sí, ni están acostumbrados a tener verdadero poder de decisión. El panorama no mejora con la representación K en el Congreso, cuya función no va mucho más allá de canalizar los trámites indicados por el Ejecutivo, levantar la mano y pronunciar discursos de barricada contra la oposición. Párrafo aparte merece la posición del vicepresidente, una figura mayormente decorativa y particularmente incómoda por su pésima imagen pública y rodeada de expedientes judiciales, pero ahora catapultada al principal espacio de poder.

Según los últimos partes, el estado de salud de la presidenta es bueno. Lo preocupante es que del gobierno no se pueda decir lo mismo.

La concentración personalista del poder de Cristina deja al gobierno poco menos que acéfalo.