Nosferatu

4.jpg
 

Por Lotte Eisner

El título completo de la película de Murnau es Nosferatu, una sinfonía del horror. Y por cierto al ver nuevamente el film en nuestros días no podemos menos que sentirnos impresionados por lo que Béla Bálazs llamó “las glaciales corrientes de aire del más allá”. ¿A qué se debe que, en comparación, el terror que emana de Caligari nos parezca casi artificial?

Para Friedrich Wilhelm Murnau, el director más grande que hayan tenido los alemanes, la visión cinematográfica nunca es el resultado del puro esfuerzo de estilización decorativa. Murnau ha creado las imágenes más perturbadoras y más cautivantes de la pantalla alemana.

Murnau se formó como historiador del arte, pero mientras Lang solía intentar en el estudio la fiel reproducción de cuadros célebres, Murnau sólo guarda de ellos el recuerdo, y por medio de una elaboración interior convierte las imágenes en visiones personales. Cuando nos muestra en su Fausto, disminuido por la perspectiva, el cuerpo yacente de un apestado, y en primer plano las enormes plantas de sus pies, en realidad está trasponiendo el Cristo de Mantegna. Y Margarita, acurrucada en la nieve en medio de las ruinas de una choza, con la cabeza envuelta en su rebozo y teniendo en brazos al niño, no es más que la vaga reminiscencia de una madona flamenca.

Tratando de huir de sí mismo, de salirse de sí, Murnau no se ha expresado con esa continuidad de concepción artística que tanto facilita el análisis del estilo de Lang. Pero todas sus películas llevan la huella de su dolorosa complejidad íntima, de esa lucha que se libraba en él contra un mundo al que seguía siendo desesperadamente ajeno. Sólo en su última película, Tabú, parece haber hallado por fin la paz y un poco de felicidad en el seno de una naturaleza luminosamente alegre, donde no cabe el sentimiento de culpa inherente a la moral europea. Gide, liberado por un clima propicio desde El Inmoralista, y emancipado de la austeridad protestante y de los escrúpulos que había impreso en él, pudo abandonarse finalmente a sus gustos naturales. Pero Murnau, nacido en 1888, llevaba dentro de sí el temor que proyectaba sobre sus semejantes la amenaza implícita en el inhumano parágrafo 175 del código penal, que se prestó a todos los horrores de la extorsión hasta la revolución de 1918.

Murnau, artista consciente, alemán en el buen sentido de la palabra, jamás recurrió a los subterfugios que pueden facilitar la tarea del creador. Por ello, sus producciones parecen por momentos algo pesadas, y sólo paulatinamente dejan traslucir el sentido profundo de su ritmo. En otras ocasiones, cuando debe ceder a la presión de los comerciantes de la UFA y agregar un “final feliz”, como en el caso de La última carcajada, hace que la película concluya apresuradamente y a disgusto, recurriendo al más crudo oficio de una comicidad vulgar, y se torna tan grosero como cierto público que aplaudía viendo Las hijas de Kohlhiesels, una película de Lubitsch.

Por otra parte, debe admitirse que el genio de Murnau —y en su caso está permitido hablar de genio— ofrece desigualdades sorprendentes. Este hombre tan sensible a veces se equivoca y suele caer en lugares comunes. En Fausto, por ejemplo, imágenes edulcoradas alternan con visiones potentes, deslumbrantes de fuerza creadora. Su alma huraña, doblegada por la pesada herencia de un sentimentalismo típicamente alemán y de morbosa timidez, admira en los demás la vitalidad y la fuerza muscular que le faltan. Por eso permite a Jannings, en el papel de Mefisto, las peores fatuidades, y no siempre sabe poner límites a la exuberancia de un Dieterle.

Murnau, oriundo de Westfalia, está totalmente impregnado del ritmo de esa región de vastas praderas, donde corpulentos campesinos crían caballos de labranza de gruesa osamenta. En las composiciones de estudio a las que se encuentra restringido, conserva la nostalgia de lo rústico, nostalgia que imprimió un regusto salvaje a La tierra en llamas y que también se advierte en Amanece, filmada en estudios norteamericanos.

Contrariamente a lo que sucedía en la mayor parte de las películas alemanas de la época, los paisajes, las imágenes de la pequeña ciudad o del castillo de Nosferatu se rodaron al aire libre. Y no era porque las fronteras se les hubiesen cerrado a causa del odio que inspiraban a sus vecinos que directores alemanes como Lang o Lubitsch hacían construir, para rodar en estudios o a pocos metros de ellos, sobre un terreno cualquiera, amplios bosques o ciudades enteras. Sin mayores dificultades podrían haber hallado ciudades góticas que respondiesen a las necesidades de la cámara sobre las costas del mar Báltico, o poblaciones barrocas en la Alemania del sur: pero los preceptos expresionistas los alejaban de la naturaleza.

Sin embargo Murnau, al rodar Nosferatu con un mínimo de recursos financieros, sabía discernir en la naturaleza la posibilidad de obtener hermosas imágenes: capta la forma frágil de una nube blanca flotando sobre las dunas, en las que el viento del Báltico juega con las escasas briznas, y fija la filigrana que los ramajes diseñan sobre un cielo primaveral invadiendo el crepúsculo. Hace perceptible la frescura de una pradera donde galopan los caballos con la levedad maravillosa de las bestias liberadas de sus arneses.

La naturaleza participa del drama: mediante un montaje cargado de sensibilidad, el empuje de las olas hacer prever la proximidad del vampiro, la inminencia del destino que se abatirá sobre la ciudad. Sobre esos paisajes, colinas sombrías, espesos bosques, cielos de nubes desflecadas que anuncian la tempestad, se cierne, como indica Bálazs, la noción de lo sobrenatural, aunque sean naturales.

En una película de Murnau, todo plano tiene una función precisa y ha sido concebido en su totalidad para participar de la acción trágica. Si no vemos más que por un instante el detalle en primer plano de velas hinchadas, este plano es tan necesario para la acción como imagen precedente (la vista panorámica de rápidas olas que arrastran el barco con su lúgubre carga).

Los grisáceos telones de áridas colinas, que representan los Cárpatos en torno al castillo del vampiro, recuerdan por su extrema sobriedad casi documental algunos pasajes de las películas de Dovchenko. Años más tarde, obligado por la UFA a servirse de reproducciones en cartón-piedra, Murnau rodará en estudio y con ayuda de maquetas su célebre panorámica del viaje aéreo para Fausto. Nada falta en esa prodigiosa cadena de montañas Ersatz, ni los abismos ni los torrentes cuidadosamente prefabricados; sólo se hacen tolerables, y a veces hasta admirables, gracias al talento de Murnau, que enmascara el cartón con emanaciones vaporosas, napas de bruma, reflejos de luz atravesados por la niebla, una magia a la que son tan sensibles los alemanes y de la que se sirven tan bien como del resplandor tamizado de una araña en una habitación totalmente cerrada. Es el aprovechamiento grandioso de todo el artificio cinematográfico por parte de un hombre que conoce a fondo su oficio, ¡pero cuánto echamos de menos las vastedades grisáceas de Nosferatu!

(De “La pantalla diabólica”, op. cit.)

3.jpg