En Familia

Soledad que lastima

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Rubén Panotto (*)

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Vivir en soledad es un signo de nuestro tiempo, concretamente al sentirse solo aun estando rodeado de personas que van y vienen a nuestro lado, sin que eso signifique que estamos acompañados. Existen algunas características que definen a la soledad como perjudicial, pero beneficiosa cuando es buscada y pasajera, para la reflexión y la búsqueda profunda de respuestas que le den sentido a la vida. Salvo esta última motivación, la soledad es una experiencia no deseada, desagradable, que genera angustia en la mayoría de las situaciones. La psicología considera que alguien está solo cuando no mantiene comunicación con otras personas, o cuando percibe que sus relaciones sociales no son satisfactorias.

Existe una peligrosa distorsión al sobrevalorar la tecnología de las comunicaciones satelitales, como Internet, telefonía celular, videollamadas, etc., considerándolas el sumun de la comunicación. Las estadísticas muestran una sociedad más conectada, más informada, pero menos comunicada. Es simple detectar tal diferencia cuando observamos a grupos de jóvenes y adolescentes, ensimismados con sus mensajes de texto, sin hablar una sola palabra entre ellos, mientras se conectan con el universo de las redes virtuales.

La soledad que lastima se hace evidente en las relaciones matrimoniales y familiares, laborales y sociales, cuando la convivencia, en lugar de acortar distancias, incrementar la solidaridad y formar comunidades terapéuticas, lleva a que las personas se distancien, se desconozcan y señalen a los otros como responsables de su soledad. Somos seres sociales y necesitamos de los demás para formarnos a nosotros mismos. Ante la ausencia de un ser querido, por su desaparición física, o separación de una pareja, u otra razón que produzca la privación total de su compañía, nos invade una singular sensación de soledad, un vacío, un hueco que nos sume en la tristeza y desesperanza frente a esa dolorosa percepción de la falta absoluta de alguien insustituible, y nos vemos perdidos y sin referencias en las que antes nos apoyábamos para enfrentar la vida. La pérdida de una relación es siempre irreemplazable, no obstante no debe traducirse en irreparable. Es decir, es irreemplazable, pero proponiéndose salidas con la ayuda confiable de otros, se pueden restaurar las fuerzas emocionales y espirituales para controlar el dolor, reconociéndolo como parte inevitable de la vida.

Temor al miedo

Vivimos en tiempos de soledad social, debido mayormente a un generalizado temor a los demás, como amenaza de violencia, agresión y arrebato. Hemos sobrepasado todos los límites, inclusive el de no soportar una mirada sostenida de alguien desconocido, por temor a alguna agresión. Levantamos muros en la comunicación con los otros, y vivimos el vacío que nosotros mismos provocamos, justificando con el “no me entienden”, “la gente sólo quiere hacer daño” o “uno deposita la confianza en alguien y luego te traiciona”... ¿Por qué hemos resignado perder los grupos de amigos, los encuentros familiares, el valor de la vecindad del barrio, el festejo de los cumpleaños y aniversarios en la escuela, el club, la iglesia o el trabajo?: por el temor al otro, a lo que pueda suceder. Las estructuras y hábitos sociales de nuestra civilización frenan el empeño de hacer amistades ante la propuesta consumista del feroz individualismo: “uno puede ser feliz solo”.

Cuando Dios creó al hombre se dijo: “No es bueno que el hombre (ser humano) esté solo” y le creó una compañera. La historia de las primeras comunidades cristianas relata que “perseveraban en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan, y permanecían juntos, compartían todas las cosas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo”.

Si se decide a abandonar su soledad, hágaselo saber a otra persona, y ése será el comienzo de un nuevo camino hacia la comunión, a la común-unión con los otros, que también necesitan de usted.

(*) Orientador Familiar