Preludio de tango

El tango y la amistad

El tango y la amistad
 

Manuel Adet

La amistad, esa relación sobria y viril entre hombres, es uno de los grandes temas del tango. El amigo, los amigos, están presentes en innumerables letras, es un valor que acompaña la biografía de músicos, cantantes y personajes de la noche tanguera. Ser un buen amigo, ser amigos de los amigos, es uno de los grandes reconocimientos que aspira a recibir un hombre que se precie de tal. “Me diste en oro un puñado de amigos”, dice Discépolo en “Cafetín de Buenos Aires”. Y el mismo autor señala como sinónimo de desgracia “Que quedé sin un amigo...”, en “Esta noche me emborracho”.

La amistad se identifica con la lealtad, la generosidad, la capacidad de jugarse por el otro, la grandeza de ser derecho, de bancar al amigo con todas las consecuencias que ello implica. La amistad se constituye sobre la base de un guiño cómplice entre hombres, un guiño que incluye valores aceptados entre hombres. Esto es así, pero hay que tener cuidado con las generalizaciones. Por ejemplo, en el tango de Manuel Romero, “Mi piba”, interpretado por Alberto Castillo, los muchachos le reprochan o se burlan del amigo que los dejó de lado por salir con su novia. Él los entiende, pero el amor en este caso parece ser más importante: “¡Qué lindas son las horas que paso junto a ella, mirando las estrellas que no miré jamás! ¡Qué lindo es a su lado pasearnos junto al río y en medio del gentío querernos más y más! ¡Dirán que estoy chiflado, qué importa todo eso, cuando ella me da un beso, qué importa lo demás!”.

El amigo escucha las confidencias, las penas de amor. Tangos como “Trasnochando”, “Destellos”, “Amigazo”, dan cuenta de ese momento en que el amigo es algo así como el paño de lágrimas, el confidente a quien se le cuenta aquello que ni siquiera al sacerdote se le puede decir. Con los amigos se comparten las alegrías y excesos de la juventud. La amistad es también el lugar donde se soportan los malos momentos. “El bulín de la calle Ayacucho”, de Celedonio Flores, es un tango al bulín, obviamente, pero sobre todo al lugar que “la barra buscaba pa’caer por las noches a timbear”, o el sitio “donde tantos muchachos, en su racha de vida fulera, encontraron marroco y catrera...”.

Con el paso de los años, ésos son los mitos que convocan un pasado común, un pasado de farras, horas interminables en el bar, caminatas por las calles del barrio, ilusiones y dolores. En el tango está el amigo y los amigos que -atendiendo a sus letras- no son exactamente lo mismo. El amigo es singular, íntimo; los amigos en cambio son una relación colectiva, generacional, son los muchachos del café, los de la barra de la esquina, con los que se asiste al bailongo, al cabaret, o se comparte una mesa de juego. En el tango la amistad multitudinaria es una realidad juvenil, pero con los años esa realidad se personaliza y los amigos, como diría Martín Fierro, pueden ser uno, a lo sumo, dos.

El realismo del tango no se queda en la versión edulcorada de la amistad. La historia de los amigos es también la historia de los amigos que fallan, los que traicionan, los que se acercan en los momentos buenos y se borran en los malos, el que se va con la esposa de su amigo del alma, pero sin embargo, en esta enumeración de agachadas, bajezas y deserciones afectivas, perdura, aunque más no sea por omisión, la exigencia de ese conjunto de valores que constituyen la amistad real.

En el tango abundan las letras críticas contra los que traicionan la amistad. “Con todos los amigos que el oro me produjo”, dice Carlos Gardel en el tango “A mi madre” de Sebastián Alfredo Robles. En “Consejo de oro”, de Arquímedes Arci, se dice en la segunda estrofa: “Fui creciendo a la bartola y en mis años juveniles, agarré por el camino que mejor me pareció, me codeé con milongueras me atoré con copetines y el mejor de mis amigos cuando pudo me vendió”. Para después decir: “De engreído me hice el guapo, me encerraron entre rejas y de preso ni un amigo me ha venido a visitar, sólo el rostro demacrado y adorado de mi vieja se aplastó contra la reja para poderme besar”.

“Consejo de oro”, una versión clásica de Agustín Magaldi, es una mirada desengañada de la amistad y esta moraleja se repite en muchos tangos: los amigos que traicionan o los amigos que estuvieron presentes en la hora de gloria y se borraron en el momento del dolor. En todos los casos, para el mito tanguero, el único afecto superior al de la amistad es el de la madre. Lo demás es materia de discusión. “Yo de amigos... rechiflado; yo de copas... colifato...; yo de amores de arrebato cocinado como vez, y pensar que condenado por la ley del escolaso juego igual si el mismo mazo me lo tiran otra vez”. La grandeza de este tango de García Jiménez, magistralmente interpretado por Rivero, consiste en la terrible certeza de que si bien puede ser cierto que los amigos traicionan, las mujeres mienten y las copas destruyen, ello no se resuelve retornado vencido al barrio o al regazo de la santa viejecita, sino asumiendo el destino y apostando -trágicamente si se quiere- a más de lo mismo.

Sin embargo, para el personaje del tango la amistad es algo constitutivo; no hay tanguero de hacha y tiza sin amigos. La amistad a veces es un recurso sensiblero, una invocación retórica que no se cumple, pero en el fondo es siempre una virtud y sobre todo una necesidad. El hombre necesita del amigo para compartir experiencias, hazañas y derrotas, alegrías y tristezas. Esa relación es insustituible y, a decir verdad, no la reemplaza ni la madre, ni la noviecita, porque expresa otra calidad y reclama otras exigencias. A la madre se la adora y se recibe su amor incondicionalmente; a la novia se la ama pero es otro tipo de intimidad; sólo con el amigo el hombre puede ser él mismo porque en todos los casos es una relación igualitaria.

Insisto: la amistad en el tango es cosa de hombres. No hay amistad entre el hombre y la mujer y tampoco hay amistad entre mujeres. “Vieja amiga”, es una historia de amor, no de amistad. Para el personaje del tango las mujeres pueden ser capaces de amar o traicionar, pero a ellas les está vedado ese sentimiento fundado en una manera singular de compartir los afectos que sólo puede existir entre hombres y alrededor de historias y experiencias vividas entre hombres. El poema de Enrique Cadícamo, “Tres amigos” es muy representativo de esa mitología que evoca un pasado de afectos y hazañas masculinas.

¿Está bien o está mal? No viene al caso valorar lo que es una realidad alrededor de la cual los hombres constituyeron sus grandes mitos. ¿Machistas? ¿Misóginos? Puede ser. La historia de la amistad es la historia -como diría Ernest Hemingway- de hombres sin mujeres. El universo masculino constituye sus propios mitos y allí los héroes son hombres con conductas de hombres. Como dice Adolfo Bioy Casares, “el héroe de los hombres no es el héroe de las mujeres”. Esto quiere decir que para el tango el hombre necesita en primer lugar de la aprobación masculina. Seguramente en el siglo XXI estas concepciones serán revisadas, pero el tango es del siglo veinte y sus concepciones pertenecen a su tiempo.

No sabemos cómo se manifestarán estos afectos y estas historias en el futuro. Lo seguro es que el sentimiento de la amistad perdurará y aquellos valores que el tango supo constituir perdurarán mientras los hombres constituyan su identidad alrededor de los valores que fueron capaces de construir a lo largo de su propio devenir y que el tango lo supo expresar mejor que nadie.