Al encuentro de  los Nambiqwara

Al encuentro de los Nambiqwara

En pleno Mato Groso, ahí donde gobierna la selva y el tiempo transcurre con menos prisa, donde los sonidos de la naturaleza constituyen la mejor música y las reglas escapan a todo lo conocido, fue el encuentro con la etnia Nambiqwara. Una experiencia transformadora, nacida de la curiosidad.

TEXTO Y FOTOS. HUGO MATTERI.

 

Noche cerrada, sin luna, un cielo negro y estrellado. La hoguera extendía las llamas hacia ese cielo, y yo no podía apartar los ojos de ese fuego. Memoria atávica de tiempos remotos. Aquí, en medio de la floresta del Mato Groso, dejándome envolver por la calidez del fuego y la compañía de los Nambiqwara. Una desmesura ilógica de atreverme a viajar. Todo esto había comenzado como muchos otros viajes, por mera casualidad. Con más voluntad que conocimiento y más curiosidad que razón.

Recuerdo muy claramente que en una estación de servicios en las afueras de Cuiabá nos mencionaron una ruta que podía acortarnos varias decenas de kilómetros rumbo a Porto Velho, y que nos advirtieron que cruzaba un Área indígena, en la cual los indios Parecis cobraban peaje para atravesar sus tierras.

Un largo y polvoriento camino de tierra roja nos depositó frente al peaje del Área Indígena Parecis. Y en medio de la ruta, un aborigen de esa etnia nos cobró el dichoso peaje. A un costado de la estrada, había una camioneta y un grupo de personas, varios de ellos de la FUNAI, Fundación de Protección al Indio, muy gentilmente nos recibieron, gente muy cordial, quienes por un rato nos integraron a su charla con los indios.

Nos quedamos charlando unos largos minutos con quien llamaré L, agente de la FUNAI: saludos de rigor, y continuamos nuestro periplo.

Nuevamente la curiosidad se apoderaba de la situación. Varios intercambios vía mail con L, al que habíamos hecho saber de nuestro interés por conocer una reserva indígena, que cuanto menos contacto tuviera, mejor. Algún tiempo después, recibo un mail de L haciéndome saber que en el mes de mayo, tal vez, habría una oportunidad de satisfacer nuestra curiosidad y que se lo hiciésemos saber. Era noviembre, y nos pedía una respuesta a mayo. Necesitaba saberlo para contarnos dentro de la delegación que visitaría la reserva indígena. Dos días después, contesté el mail, enviando todos los datos que nos pedía, y sólo restaba que nos confirmara la fecha y el lugar de encuentro.

El día acordado había llegado y ahí estábamos, entre nerviosos y ansiosos, en la Posada Das Flores, en Cuiabá, a la espera de que nos pasaran a buscar. A esta altura sabíamos qué etnia visitaríamos, pero no su localización, ya que viven en semi aislamiento y sólo los funcionarios de FUNAI tienen autorización para contactarlos. La etnia Nambiqwara forma parte de la nación Tupí Guaraní como casi toda Sudamérica amazónica, incluido el Noreste argentino.

Su primer contacto con la cultura de occidente fue con el Mariscal Cándido da Silva Rondón, en los comienzos del siglo XX. Don Cándido fue un prócer brasileño y me atrevería a decir sudamericano. Era mayor de la Compañía de Ingenieros cuando se le encomendó la construcción de la línea telegráfica entre Cuiabá y Santo Antonio do Madeira, ciudad recientemente fundada con la fiebre de extracción cauchera. Este buen señor, tenía un férreo lema: “Morir si es necesario, matar jamás”.

En los casi 8 años de campañas en territorios vírgenes, un blanco en los mapas, contactó más de 10 etnias indígenas (Bororo, Urupá, Jaru, Nambiqwara, Karipuna, Parecis, Pacaás, Gauyara, entre otras), cartografió toda la zona oeste del Mato Groso y Rondonia, abrió caminos, levantó la línea telegráfica, creó las estaciones que atendían el servicio, y tiene el imbatible récord de no haber matado a ningún indio.

Fue ascendido a Mariscal, el más alto honor dentro del Ejército, la Sociedad Geográfica de Estados Unidos propuso para el premio Nobel de la Paz, y tiene el raro honor de que el meridiano de 52º Oeste lleve su nombre, y un estado de Brasil también, Rondonia.

Como una rareza más de este viaje, la misma etnia que íbamos a visitar, fue la que en setiembre de 1913 casi acaba con su vida, cuando en el primer contacto y al frente de sus hombres fue alcanzado por una flecha envenenada, que por suerte para él y los indios, dio en la bandolera de cuero y no lo hirió. Hacia ahí nos dirigimos.

El reloj marcó las 7 de la mañana, cuando L llegó a nuestro encuentro. Recuerdo que nos saludamos con un abrazo largo, mucho teníamos que agradecerle y fue la mejor manera con la que pude hacérselo saber.

Partimos al encuentro de otras dos camionetas con gente de la FUNAI: 3 agentes y dos médicos. En total éramos 8 que nos íbamos a internar en el norte del estado de Mato Grosso, al oeste de la Serra do Parecis, en el alto Cabixi, y esto es todo lo que puedo decir como zona geográfica, ya que si bien se perfectamente dónde estuvimos, mantenemos la palabra de no divulgar la localización precisa de este poblado indígena.

Nos esperaba un día largo por demás, 500 km de ruta y un poco más de 4 horas de navegación en botes para llegar a destino.

Durante el viaje, L nos había transmitido todas las recomendaciones del protocolo de la FUNAI para el ”contacto”, y al arribar a lo que fuera nuestro puerto -por llamarlo de algún modo- para embarcar, el Jefe de la delegación, el Sr J, con el que ya habíamos sido presentados, nos repasó con voz firme una a una las recomendaciones protocolares.

Embarcados en lanchas típicas, canoas largas y finitas con motor fuera de borda, navegamos por un río marrón rojizo, serpenteando cientos de curvas, bordeado por dos altas paredes verdes de vegetación cerrada, típica selva en galería, altos árboles samaúma se destacan por doblar en altura a todo el resto. Infinita cantidad de aves, cada tanto en alguna orilla algunos yacarés. Cuatro horas y 10 minutos de navegación, y cerca de las 6 de la tarde, nos avisaron que estábamos a menos de 10 minutos de llegar, que recordáramos lo explicado. Algo de nervios y mucha curiosidad. Cuando la lancha enfiló hacia la costa, honestamente me transpiraban las manos: por primera vez en mi vida estaba viendo indios, aborígenes reales.

LA LLEGADA

Había un grupo de unas veinte personas y uno de ellos al frente, bajo, cobrizo, pelo negro y corto, piel arrugada, anciano pero imposible descifrar la edad, argollas en los lóbulos de sus orejas, estaba impresionado y emocionado. Trataba de mirar y ver, de fotografiar mentalmente todo ese gran momento, irrepetible, único. Nuestro jefe J bajó a tierra, hizo unos pasos y se detuvo; el protocolo manda que el Jefe de la tribu autorice la visita, y fue éste quien se acercó lentamente, y le extendió su antebrazo. Cruzaron algunas palabras que no pudimos oír, y con una señal de J, de a uno, fuimos bajando de las tres lanchas. El resto de la gente se había acercado, todos muy sonrientes, mucho chicos, algunos en brazos de sus madres, algunos hombres con arcos y flechas, todo muy movilizador y por demás extraño para nuestros ojos desacostumbrados a este tipo de encuentros. Los chicos nos rodeaban y tocaban.

Nos dirigimos por un sendero entre la selva hacia la maloca, una gran choza de techo de hojas de palma trenzada sin paredes, que en su interior se asemeja a un bosque de troncos hasta el techo, levantada en un claro de la selva, a unos cien metros del río. El Jefe dijo algo y dos muchachos comenzaron a colgar redes, lo que nosotros llamamos hamacas, en un costado de la gran choza, sobre el borde exterior. La maloca tenía unos 40 metros de largo por unos 15 de ancho, tal vez un poco más, con forma de rectángulo deformado o un ovoide de puntas achatadas. Bajo esta construcción había algunas redes colgadas, una especie de hogar con un fuego al medio, y no mucho más.

Habíamos convenido con L que asistiríamos a los médicos como ayudantes, tomando notas para historias clínicas, o con el equipo, y en general con lo que hiciese falta. Los médicos eran Félix y Edimilson, de 35 y 33 años respectivamente.

En esta aldea viven 97 personas, al menos al momento que estábamos allí, todas bajo este mismo techo. Los hombres son por lo general delgados pero fibrosos, de contextura pequeña, calculo que pocos llegan a medir 1,70 m. Por lo general son todos más bajos que yo (1,73 m.). Las mujeres también son bajas, pero un poco más redondeadas. Todos usan el cabello corto, cortado como acostumbramos a llamar, estilo taza. Nuca despejada y bien cortito en esa zona. Algunas mujeres tienen trenzas, muy pocas. Todos tienen unas argollas en la nariz, algunos hombres en las orejas. Casi todos tienen una especie de collar de cuentas o huesos pequeños, piel bien cobriza. Utilizan una especie de taparrabos, por llamarlo de alguna manera, que cubre la parte delantera del cuerpo y el resto desnudo, tanto hombres como mujeres, aunque algunos pocos no utilizan nada. Todos andan descalzos, nada de lo que puedan pisar los incomoda.

LA BIENVENIDA

A unos 20 metros de la maloca, una especie de patio de tierra barrida, perfectamente limpio, y con un gran semicírculo de troncos a modo de asiento y un fuego importante en el hueco que completaba el círculo. J nos indicó dirigirnos todos hacia allí, donde ya estaba el Jefe sentado en medio, frente al fuego. Todos nosotros nos sentamos a su derecha. J se sentó a su lado, y nosotros con L, Félix y Edimilson. Todo el mundo se fue sentando en los troncos, mientras unas 12 o 15 mujeres cocinaban. A la izquierda del Jefe se sentó un indio que oficiaba de intérprete local, y a la derecha de J, el nuestro, que tiene obvios ancestros indios, y domina varias lenguas tupí. Nuestra primera velada en esta tierra de indios.

El Jefe se puso de pie, en su mano derecha tenía una vara adornada con hilos enroscados de varios colores y de alguna forma, adheridas a la vara, infinidad de semillas redondas algunas y alargadas otras, tipo vainas. La agitó varias veces diciendo unas palabras irreproducibles. Nuestro intérprete nos hizo saber que oficialmente nos daba la bienvenida y así se lo anunciaba a todos. Unos minutos después de la bienvenida, unas mujeres pusieron delante de nosotros unas grandes hojas verdes, similares a las del bananero pero más anchas a modo de mesa y mantel. Este detalle fue solo para nuestro grupo. Nos trajeron una especie de cuencos de madera con la preparación de las ollas, un guiso cocido espeso y humeante, también trajeron algunas frutas y en una especie de tabla de una gruesa corteza de árbol un generoso trozo de carne asada. La cena estaba servida. Esperamos a que el Jefe y algunos otros comenzaran a comer, un poco por ver como hacían y otro por no saber bien cuándo podíamos hacerlo. Todo el mundo comía con la mano, tanto el guiso como la carne y así lo hicimos. Nuestro debut no estuvo nada mal, pese a la aprensión que teníamos. El famoso guiso, entre algunos sabores extraños a nuestro paladar, tenía maíz y mandioca, un poco picantito pero se dejó comer. Nunca había probado carne de tapir, parecía oscura, un poco más dura que lo que acostumbramos a comer, pero con buen sabor; también tenía un dejo picante. L nos contó que a la carne la frotan con las hojas de una planta antes de asarla, y ese era el gusto que sentíamos. Las frutas me resultaron más conocidas: mango, bananas, camu camu y açaí.

Una cosa que comenzó a llamarme la atención, era el bajo nivel de ruido que había en general, siendo un grupo de casi 100 personas, en el cual había no menos de 30 chicos menores, no se escuchaban gritos, retos o voces fuertes.

APENAS EL COMIENZO

El largo día se consumió y no podía conciliar el sueño, escuchaba todos los sonidos del interior de la maloca y el canto de la selva afuera; la excitación del día me jugaba en contra.

Me despertaron algunos pequeños sonidos, que denotaban movimiento. El día apenas clareaba y casi todo el mundo comenzaba a ponerse en movimiento. Y nosotros también.

En medio de la floresta del Mato Groso, dejándome envolver por la calidez del fuego y la compañía de los Nambiqwara.

En esta aldea viven 97 personas, al menos al momento que estábamos allí, todas bajo este mismo techo.

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