Mesa de café

¿Qué hacer con los choros?

—Así no se puede vivir -se queja Abel.

—¿Por el calor o por otra cosa?-pregunta Marcial.

—Por las dos cosas -responde-: el calor y la inseguridad.

—A ver si se explican un poco mejor -digo levantando un poco la voz.

—Muy sencillo, los ladrones andan sueltos por la ciudad y nadie les dice nada.

—Me parece que estás exagerando -señalo-, la semana pasada salió un informe que demuestra que los delitos disminuyeron, particularmente los delitos de sangre.

—Yo, desde jovencito, decidí no creer ni en Dios ni en las estadísticas -reflexiona Marcial.

—Yo creo en Dios -replica José-, pero los informes estadísticos no me convencen demasiado.

—Me parece que hay que aclarar algunos tantos -advierto- un gobierno decidido a poner punto final al delito debe asegurar el funcionamiento de las instituciones represivas, crear instituciones que hagan lo que hasta ahora no se hizo.

—¿Y con eso qué? -pregunta José.

—La creación de la Policía Judicial es una respuesta; el pedido del jefe de los fiscales para que se investiguen a policías y a barrabravas es otro. Yo creo que así se hacen las cosas; lo otro es creer que para luchar contra el delito el gobernador tiene que ponerse la estrella de sheriff en el pecho y salir a la calle a pelearse con los bandidos.

—Lo que yo sé, más allá de los argumentos leguleyos -expresa Abel-, es que un delincuente en la Argentina tiene que tener mucha mala suerte para que le vaya mal, ya que todo está armado para que pueda desarrollar su oficio sin mayores problemas.

—Sin embargo, las cárceles están llenas de presos.

—Repito -insiste Abel-, digan lo que quieran, pero a ciertas horas en la ciudad no se puede caminar porque los choros disponen de territorios liberados.

—El otro día, sin ir más lejos, dos personajes tatuados, gorritas con la viseras invertidas, descalzos y bermudas, estaban en una esquina del barrio Sur -explica Marcial-. Los vi y no quise llamar a la policía, porque no me gusta ser botón ni tampoco me satisface el rol de discriminar a la gente por la ropa o la cara. Sin embargo, un par de horas más tarde un vecino me dijo que esos tipos habían asaltado a una mujer del barrio -agregó.

—Un viejo comisario me decía -comenta Abel- que en sus tiempos, los choritos estaban controlados y que él mismo, cuando los veía en el centro, los increpaba.

—Con ese criterio, los pobres no podrían caminar por el centro -apunto-, yo no soy ingenuo ni desconozco la realidad, pero prefiero que a un chorito no lo metan preso a que se empiece a meter presos a inocentes por el simple delito de portación de cara o portación de pobreza.

—Comparto lo que decís -plantea Marcial-, pero creo que un buen policía sabe distinguir muy bien a un pobre de un choro. Creo que cualquiera de nosotros, si presta un poco de atención puede establecer las diferencias.

—Me parece que hay que ser realista en éstos -agrega Abel-, los choros que roban carteras, celulares, ropa, provienen del mundo de la pobreza. Pero esto no quiere decir que todos los pobres sean choros, aunque está claro que la indumentaria de los choros dice más de ese sector social que cualquier afiche publicitario. Si no nos hacemos cargo de eso, estamos pedaleando en el aire.

—También hay que saber -acota Marcial- que la llamada sensación de inseguridad, para la inmensa mayoría de la gente, la producen esos delitos. La gente no está escandalizada porque se traslade una tonelada de cocaína en avión o una banda asalte un banco; esos hechos no los asustan; diría más, hasta los entretienen como noticia que se consume en el living mirando televisión.

—Conclusión -exclama José-: la culpa la tienen los pobres.

—Lo que he tratado de hacer es relativizar esa conclusión, pero a vos te resulta cómodo simplificar las cosas y ponerte en defensor de los pobres -reacciona Marcial.

—Lo que me preocupa es que los criminalizan.

—Eso y no decir nada es lo mismo -refuta Marcial-, en Alto Verde, por ejemplo, se tirotean todos los días, muere gente y muchos se encierran bajo llave apenas cae el sol. Como consecuencia de ello, el operativo policial en la zona ha crecido, entre otras cosas porque es lo que exige la gente honrada que vive en Alto Verde; pero claro, nunca faltan los giles de turno que apenas se empieza solucionar el problema llaman a conferencia de prensa diciendo que no se debe criminalizar al barrio.

—¿Y acaso no lo criminalizan?

—Para nada -sostengo-, lo que se hace es tratar de meter presos a los criminales.

—Todas estas discusiones teóricas sostenidas por los supuestos garantistas se termina cuando a alguno de ellos los roban o le matan a un familiar. Parece que necesitan de ese impacto emocional para darse cuenta de que una sociedad tiene el derecho a defenderse de los delincuentes.

—Todo muy lindo -interviene José-, a ustedes les encanta hablar de represión, pero no dicen una palabra de las políticas sociales que hay que implementar para impedir el delito.

—No me salgas con esos cuentos -interviene Abel-, políticas sociales son las que sobran en los barrios, por lo que tengo derecho a pensar que si salen a robar es porque eligieron hacerlo.

—Lo que sé -digo- es que si la situación económica de la sociedad fuera buena, el delito disminuye, pero también sé que una sociedad no puede estar esperando que las condiciones económicas mejoren para meter presos a los delincuentes.

—Y si es necesario ¡bala! -el que así habla es Quito, el mozo, que desde hace rato escucha en silencio nuestra conversación.

—Habló el amigo de Patti -dice Marcial.

—Si Patti fuera comisario, esta conversación no tendrá sentido porque los asesinos y los ladrones estarían presos o bajo tierra -asevera Quito con tono solemne.

—Más o menos, más o menos -reacciono-, Patti se hizo fama de policía guapo y milagroso, pero en los hechos su único aporte al tema fue el empleo desfachatado de los apremios ilegales.

—Lo que ustedes hacen -repite Quito- es defender los derechos humanos de los delincuentes.

—No me hago cargo de esa imputación -señalo-, pero así como hemos dicho que en el choreo cotidiano los que participan son lúmpenes y marginales, en el delito a otra escala el rol de policías en actividad o policías retirados es decisivo. No hay secuestro importante, asalto a bancos, robos en joyerías, en los que no estén incluidos policías. Y el tema es grave, porque después de todo, del delincuente sabemos que lo tenemos en la vereda de enfrente, pero se supone que el policía está de nuestro lado, hasta que nos enteramos que muchos jefes de bandas salen de allí.

—¡No podemos meter a todos los policías en la misma bolsa! -protesta Abel.

—Tampoco los podemos poner en un oratorio. La corrupción en la policía no es una anécdota; no todos los canas son delincuentes, pero no son pocos los que han decidido corromperse.

—Creo -puntualiza Marcial- que los índices de inseguridad de una sociedad son el termómetro de la salud política de un gobierno. Dicho esto, agrego que en Venezuela, por ejemplo, el oficio más masivo y lucrativo es el de ladrón y asesino. En la Argentina, no es para tanto, pero estamos recorriendo un camino que nos acerca al desastre. Dicho con otras palabras, ése será el legado real de los regímenes nacionales y populares de Venezuela y Argentina.

—No comparto -concluye José.

Remo Erdosain

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