editorial

Nicaragua y el poder “eterno” 

  • Daniel Ortega ha logrado su cometido: reelección indefinida y concentración de poder en el Ejecutivo.

Daniel Ortega ha logrado su cometido: reelección indefinida y concentración de poder en el Ejecutivo. Seguramente lo mismo quiso hacer en los años ochenta en plena primavera sandinista, pero un “malentendido” con el entonces presidente de los EE.UU., Ronald Reagan, se lo impidió. Ahora lo hace aliado con muchos de los que combatió en los ochenta. Curiosamente las críticas más duras a su gestión provienen de quienes en algún momento militaron bajo las mismas siglas del Frente Sandinista. Los nombres del poeta y sacerdote Ernesto Cardenal y el escritor Sergio Ramírez son emblemáticos, pero están muy lejos de ser los únicos.

¿Traicionó Ortega los ideales revolucionarios que enarbolaron para derrocar en su momento a la dictadura dinástica de los Somoza? Responder a este interrogante sería enredarse en un inagotable debate ideológico. Los disidentes del sandinismo lo responden afirmativamente y dan como ejemplo la creciente corrupción del régimen, la personalización del poder en Ortega y su esposa, la alianza con grupos económicos concentrados que en algún momento suscribieron al somocismo. Por su parte, los seguidores de Ortega consideran que esas críticas le hacen el juego al imperialismo y a los yanquis. Y que Ortega es un gran conductor y caudillo que se propone, en las nuevas condiciones de América Latina, asegurar la felicidad de su pueblo.

Más allá de las argumentaciones de un lado y otro, Nicaragua sigue siendo pobre, atrasada e injusta. El sandinismo es hoy más que una experiencia revolucionaria, un dispositivo de dominación populista que gobierna con los poderes de facto y a través del clientelismo garantiza la adhesión de los sectores sociales más atrasados. En realidad, su propuesta no es diferente en lo fundamental a la de Maduro, Morales, Kirchner o Correa. En todos los casos, la vocación demagógica, autoritaria y corrupta está vigente. Lo que los distingue no son las intenciones, sino las gestiones -con marcadas diferencias en términos de resultados- y las posibilidades de eternizarse. Cada uno hace en su país lo que puede, pero ninguno renuncia a sus objetivos de máxima que -bueno es aclararlo- no tiene nada que ver con la gestación del hombre nuevo o la creación del Paraíso en la Tierra.

En la reciente reunión de la Celac celebrada en La Habana, el comandante Daniel Ortega se reunió con las máximas autoridades del comunismo cubano, quienes siguen considerando al gobierno sandinista como un aliado estratégico. ¿Pero no es que el sandinismo renunció a la revolución socialista? El interrogante parece lógico, pero continúa atado a prejuicios ideológicos que los primeros en desechar son los Castro y los Ortega. Nicaragua con el sandinismo no es socialista, como tampoco lo es si se la mide con los tradicionales esquemas teóricos del régimen de los Castro. Lo que perdura, en cambio, son los regímenes de poder populista con nomenclaturas que pretenden perpetuarse junto con sus sistemas de privilegios.

Que la dictadura cubana sea más “perfecta” que la nicaragüense, tiene más que ver con las oportunidades que se les presentaron a los Castro en los años sesenta y en el marco internacional de la Guerra Fría, en tanto que el sandinismo debió afrontar el cambio de escenario producido por la derrota del comunismo. Pero al margen de los contextos diferenciales, en lo que importa, sus respectivos dirigentes siguen pensando muy parecido respecto del poder y sus beneficios.

El sandinismo es hoy, más que una experiencia revolucionaria, un dispositivo de dominación populista.