TARANTINO Y LA CREACIÓN DE TENSIÓN

Crescendo ensangrentado

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Quentin Tarantino. ilustración: LUCAS CEJAS

Estanislao Giménez Corte

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I

El suspenso en el cine, nos ilustran los especialistas, fue llevado a su cumbre por Alfred Hitchcock. Su propia narrativa visual -cómo lograr el suspenso- y su explicación conceptual -qué es el suspenso- se hallan desperdigadas en obras y notas que, no en su momento pero sí mucho después, lo transformaron en un ícono. Hay una famosa entrevista con Truffaut en que se explaya a propósito. Hay una constante en varias de sus películas en que una escena y un momento de una escena, y un fotograma de una escena, funcionan a modo de síntesis perfecta. Hay, al fin, ejemplos preclaros: en “La ventana indiscreta” (1954), por caso, se expone acabadamente esa suerte de pico narrativo, atmósfera en tensión y a la vez en expansión, que no se explica ni por el guión, ni por los actores, ni por la producción, separadamente, sino por la emergencia de una situación o acontecimiento en que muy diversos elementos dramáticos, conjugados, comprimen cada uno su propia energía, yendo hacia un punto preciso en que colisionan y, luego, liberados, permiten que la historia discurra. En la escena referida, un aparente asesino va (en apariencia) hacia la casa del testigo que, accidentado y virtualmente inmovilizado, entrevé para sí una suerte terrible y sabe que su defensa será lábil. Esos pesados segundos de incertidumbre son, no la definición diccionarial y vacua del suspenso, sino el suspenso mismo. Como vemos, se impone la necesidad de una cierta inexactitud informativa: ni los personajes, ni los espectadores deben saber exactamente qué sucede, pero deben saber que algo sucede. El ansia, la sugestión, la gestualidad, la música, angostan su trayecto hacia una marca precisa en el celuloide, el punto cúlmine de esa tensión. Amén de la ambigüedad, la propia densidad de la atmósfera opresiva exige una pronta liberación, lo mismo que en una explosión.

II

La mano maestra del director, empero, estaría especialmente en administrar con sabiduría los tiempos. Porque la tensión, que podría pensarse hasta metafísicamente, no puede quedar estática, a la espera: inevitablemente crece o decrece.

Es imposible mantenerla equilibrada. Algunos pocos directores consiguen que esa tensión crezca de forma progresiva, demorando hasta (poco antes de) la exasperación su resolución, y creando por lo tanto una forma del suspenso cuyo maestro es, notoriamente, Hitchcock. Otro es, entendemos, Quentin Tarantino. La lectura atolondrada y fácil es que, en sus películas, priman la mera violencia y la mera muerte; y que todo, fatalmente, termina en un baño de sangre, expuesto con cierta alevosía. Pero lo importante está antes: en la espiral un poco enloquecida, en el crescendo que, justo antes de la asfixia, se libera y da rienda suelta al carnaval de cadáveres y balas.

Dos escenas pueden ejemplificar lo dicho. La primera, la del bar de “Bastardos sin gloria”; la otra, la de la cena en “Django sin cadenas”. En ambas, y en otras películas del director, se observa una clara, premeditada y notable labor de lo que podríamos llamar el aumento progresivo de la tensión. Ésta se recuesta, esencialmente, en diálogos alrededor de una mesa, en una batalla mental y verbal que libran los personajes, antes de pasar a la propia batalla física. Ambas escenas son extensas, consiguen un efecto hipnótico de seducción y representan quizás el punto más alto de estas obras. Aristóteles dice en la “Poética” que la peripecia “es un cambio en la acción por medio de la cual ésta se orienta en el sentido opuesto al que venía desarrollándose, y esta inversión debe proceder conforme a la ley de probabilidades o necesidad”. La tensión creciente de Tarantino, más que invertir la historia, desperdiga sus líneas y personajes a cuatro vientos y allí encuentra parte de su quintaesencia: en las insólitas vinculaciones que se pueden trazar una vez acallado el eco de la explosión.

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