Espacio para el psicoanálisis

El “egoísmo” de los niños

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Luciano Lutereau (*)

En su novela El mapa y el territorio, Michel Houellebecq se refiere a los niños y menciona “su egoísmo natural y sistemático, su desconocimiento original de la ley, su inmoralidad absoluta que obliga a una educación agotadora y casi siempre infructuosa”. En cierto sentido, su diagnóstico es convergente con el del psicoanálisis freudiano en varios aspectos. Veámoslo.

Por un lado, la “inmoralidad” de los niños como también destacara el autor de Tres ensayos de teoría sexual (1905) radica en su capacidad para transgredir el pudor y la vergüenza. Por eso Freud nombraba al niño como un “perverso polimorfo”. La infancia es ese momento de la vida en que la sanción moral de nuestra conducta es vivida de manera extraña. Sólo con el tiempo es que notamos que la mirada de los demás al punto de que llegamos a pensarnos a nosotros mismos desde esa mirada ajena comienza a condicionar nuestra forma de vivir. La adultez comienza con esa capacidad para estar fuera de uno mismo que llamamos “hacer caso” o “cumplir”.

Por otro lado, es en este último sentido que puede considerarse en los niños una actitud que, por definición, sería transgresora. Sin embargo, este desconocimiento de la ley no quiere decir que estén al margen de la misma. No es que los niños no la conozcan, sino que no “cumplen” con ella. En todo niño campea el interés por mostrarnos cómo se hacen las cosas. Ellos instituyen su propia legalidad. Los adultos tenemos la costumbre de denominar este rasgo con el término “capricho”. Sin embargo, eso no hace más que denotar la profunda incomprensión desde la cual atendemos a lo infantil, el prejuicio adaptativo con que escuchamos a los niños.

En última instancia, es el primer rasgo mencionado en la referencia anterior, el egoísmo, el que permite esclarecer los otros dos (la inmoralidad y la transgresión) y, esta vez, hacerlo desde un punto de vista positivo. En su artículo “Introducción del narcisismo” (1914), Freud se refería a esta particular coordenada de la vida psíquica infantil con las siguientes palabras: “... una sobrestimación del poder de sus deseos y de sus actos psíquicos, la ‘omnipotencia de los pensamientos', una fe en la virtud ensalmadora de las palabras y una técnica dirigida al mundo exterior, la ‘magia'...”.

En cierta medida, la descripción freudiana retoma puntos semejantes a los indicados por Houellebecq. A decir verdad, el inventor del psicoanálisis fue quizá el primero en insistir en que educar es una tarea imposible tal como lo dice en su libro El malestar en la cultura (1930). Sin embargo, no se trata de extraer de esta circunstancia una conclusión pesimista o apocalíptica. En todo caso, la cuestión radica en cernir el alcance del narcisismo en la infancia a partir de sus modos de manifestación; en primer lugar, para no tildar de “egoísta” cualquier conducta que no se adapte a nuestras expectativas; en segundo lugar, para ubicar las condiciones en que es posible el diálogo con un niño (especialmente, para que la conversación no sea una mera instancia de reconocimiento temeroso de la autoridad del adulto).

Por lo general, los adultos suelen hablar con los niños como si éstos tuvieran una capacidad menor a la que realmente poseen. No me refiero solamente a que imposten la voz o afecten la gestualidad; incluso en los casos más atentos puede notarse que siempre se presupone que el niño no sabe: “¿Sabés cómo hacer X (lavarse los dientes, ordenar la cama, etc.)? Dejame que yo te muestro”. He aquí otro aspecto singular: los adultos acostumbramos a asumir una actitud mostrativa frente a los niños, olvidando el peso que, para ellos, tiene la palabra. En la descripción presentada por Freud, el valor de ésta última se expone casi en términos religiosos (“fe”, “virtud ensalmadora” al estilo de “Una palabra tuya bastará para sanarme”). En eso consiste la magia y no en imaginar cosas que contravienen el sentido común; por lo tanto, el egoísmo de los niños muchas veces es el efecto refractario ante el uso instrumental que los adultos hacemos de la palabra (dar órdenes, formular pedidos, etc.). En otras ocasiones, los “caprichos” no son más que lo que obtenemos cuando hablamos con un niño como si fuera una mascota que espera indicaciones. Todo niño quiere que se le hable en serio, en eso consiste lo infantil; de ahí que muchas veces nos devuelvan nuestro mensaje invertido, cuando ellos mismos comienzan a preguntarnos: “¿Sabías qué había en el zoológico hoy?”, “¿Sabías que se me cayó un diente?”, etc. Por esta vía, en el tímido cambio del tiempo verbal (del “sabés” al “sabías”) nos destituyen de esa presunción de conocimiento que caracteriza al mundo del adulto.

Sin embargo, de un modo u otro, hay un hecho fundamental que se desprende de lo anterior: para los niños el mundo está estructurado en torno al saber. En ese aspecto los adultos no estamos del todo equivocados, así como en todo error hay algo de verdad: el idioma de los niños se habla según lo que puede aprenderse, lo que puede hacerse y quién lo permite (o lo prohíbe), lo que puede perderse (y ser recuperado). En definitiva, este idioma interroga posibilidades. La curiosidad infantil su interés en el saber apunta más a conocer cómo funcionan las cosas que a pensar si están bien o mal.

Asimismo, como último punto, cabe destacar lo que podría llamarse un “narcisismo del deseo” en la infancia. Esta observación también se encuentra en la referencia de Freud cuando habla de una “sobrestimación del poder del deseo”. La primera forma de éste último, en los niños, se basa en el apoderamiento. Querer algo, para un niño, es querer hacerlo propio. De este modo, el deseo es posesión. Que esta actitud está destinada al fracaso no sólo se observa en que la vida con otros implica cierto margen de renuncia en efecto, lo primero que se aprende en un jardín de infantes (cuando no hay otros hermanos en casa) es “a compartir”, sino en la metamorfosis que el deseo experimenta cuando empieza a ser vivido en función de los demás. Después de aprender a compartir, lo segundo que aprendemos es que queremos lo que el otro desea y, en otras oportunidades, que queremos desear junto él.

Esta consideración es central, para no recaer en la idea algo vulgar de que es preciso frustrar a los niños para que crezcan en lo cual, a veces, puede notarse una proyección sádica de los educadores, como si la realidad misma no fuese frustrante; cuando, a decir verdad, el auténtico desarrollo infantil consiste en asumir nuevas formas de desear. Un deseo reducido a la posesión, por sí mismo, lleva al desengaño, mientras que la posibilidad de tentarse, de asumir vías novedosas de desear con otros, a partir de los demás, es el destino fundamental de la infancia.

(*) Psicoanalista. Lic. en Psicología y Filosofía por la UBA. Magíster en Psicoanálisis por la misma Universidad, donde trabaja como docente e investigador. Es también profesor adjunto de Psicopatología en Uces. Autor de varias publicaciones, entre ellas los libros: “Los usos del juego” (2012) y “¿Quién teme a lo infantil?” (2013).