Crónica política

Tinelli y los avatares de la política

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La vida es show. Y la política de estos días se acomoda a esta lógica banalizada. Foto: Dyn

 

Rogelio Alaniz

“El mejor argumento en contra de la democracia es una charla de cinco minutos con un votante medio”.

Winston Churchill

No hay vuelta que darle. Si la sociedad se faranduliza la política se faranduliza. En sociedades democráticas donde una persona vale un voto, esta tendencia parece ser irresistible. Si la gente descree de la política, descree de proyectos sociales a mediano y largo plazo, y empieza a vivir su relación con la realidad en tiempo presente, el tiempo ideal de las sociedades de consumo. En ese contexto un personaje como Tinelli tiene más influencia que el político, el sacerdote o el intelectual.

Digo Tinelli, porque es un paradigma, pero podría mencionar otros nombres, porque lo que sucede sólo es posible en sociedades disponibles para que un showman, un animador televisivo, se transforme en el personaje más creíble o, para ser más preciso, el que produce más satisfacciones. Personajes faranduleros siempre los hubo y siempre cosecharon grandes adhesiones. Puede que en otros años el nivel de humor haya sido más elevado, pero en todos los casos lo que importaba era que la gente sabía diferenciar muy bien al cómico del dirigente político o espiritual. Es como que los lugares estaban bien asignados y nadie pretendía hallar revelaciones políticas o espirituales en un payaso, como tampoco esperaba divertirse con un político.

En la actualidad estos espacios parecen haberse confundido. Los Tinelli se erigen en una suerte de árbitros respecto de lo que está bien o está mal, de lo que merece ser objeto de risa a lo que merece la más glacial indiferencia. La eficacia política de su discurso reside precisamente en que se presentan como antipolíticos, entre otras cosas, porque la gente lo que exige escuchar son críticas, burlas, banalizaciones de la actividad política como tal.

Digo Tinelli y no digo Morales Solá o Mariano Grondona o Mario Wainfeld porque estos periodistas políticos, influyen a lo sumo en un sector de las élites del poder o a una fracción minoritaria de la opinión pública. La gran masa del pueblo, a estos ensayistas no los lee y en la mayoría de los casos ni siquiera conoce sus nombres. Pero a Tinelli lo escuchan. Se dirá que Tinelli no opina sobre política. Más o menos. En primer lugar, porque opina, tiene sus favoritos y sus condenados, pero además porque su manera de hacer política pasa por la imposición de ciertos modelos culturales que proyectan posiciones políticas.

Los políticos, por su parte -hablo de tendencias generales y no de casos particulares-, se esfuerzan por no quedarse afuera de este clima de jolgorio. Con su actitud, de manera consciente o inconsciente refuerzan esa tendencia. Suponen que una sesión en cualquiera de estos programas puede definir su carrera política o un resultado electoral. “Hay que hacer lo que la gente pide”, es el lema de oro de esta visión de la política.

Está claro que la alternativa no es hacer lo que la gente no quiere. ¿Y entonces? Entonces, que a la política le corresponde encontrar el lugar exacto en donde puede atender los reclamos de la gente sin necesidad de arrodillarse ante los prejuicios, resentimientos y vulgaridades que suelen adornar la llamada “alma popular”. Hacer lo que la gente quiere no es una fórmula tan sencilla, y para la primera que no resulta sencilla es para la propia gente, que muchas veces no sabe lo que quiere o lo que quiere hoy no es exactamente lo que querrá mañana. O sea que los políticos que renuncian a su condición para hacer lo que quiere la gente, terminan haciendo lo que quiere Tinelli, lo cual no deja de ser lamentable.

Los objetivos reales de la política son más elevados y nobles que asignarse el rol de satélite de Tinelli. Hay en la política, en la buena política, un costado docente que nunca se debería olvidar. Un dirigente es tal porque están en condiciones de orientar, de decir qué es lo más conveniente o lo más justo. Los grandes políticos de la historia han sido eso: miran más lejos y lo puede hacer porque están más alto ¿Elitismo? No tengo ningún problema en admitirlo. No hay sociedades que merezcan ese nombre sin élites; en todo caso lo que hay que discutir es la calidad de esas elites, sus procesos de constitución y renovación, pero sólo la ignorancia ostentosa o la más tramposa demagogia puede desconocer u oponerse a ello.

Porque esto no ocurre, porque se confunde educación con adulación, porque se confunde política con miserable manipulación de los sentimientos populares, es que los jueces de la política son los Tinelli de turno. En el camino todo se trivializa; acá no importan ideas, propuestas, proyectos, porque lo que decide es si se es simpático o gracioso. Importa más no ser aburrido que ser inteligente. Es más, los asesores de campaña le informan a sus candidatos que tengan cuidado en mostrarse demasiados cultos, porque a la gente común le puede caer mal esa actitud. Y también le dicen que deben saber de fútbol y si es posible jugar como lo hacía Menem y ahora lo hace Scioli, porque sólo así se obtienen credenciales de popular. Todo sacrificio, incluso el de la autoestima, es justificable para identificarse con el hombre común o, mejor dicho, con la imagen que ellos se han hecho del hombre común.

La gente común. De eso se trata. De conquistar ese voto que se presume mayoritario. Dicho en términos sociológicos, de lo que se trata es de manipular el sentido común de la sociedad, ese sentido que la célebre doña Rosa de Neustadt supo ejercer con maestría. El ideal cultural de Tinelli muy bien puede expresarse en el Cambalache de Discépolo. “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”.

Tinelli puede hacer lo que hace, porque hay millones de personas que lo festejan. El dato a analizar, por lo tanto, no es Tinelli que después de todo es un personaje previsible, un señor que ha encontrado la fórmula de hacerse millonario desde la vulgaridad, sino esos millones de personas que lo siguen, personas que mayoritariamente pertenecen a las clases populares y hallan en esta suerte de reciclado “opio del pueblo”, un consuelo para sus carencias, necesidades y angustias.

No se trata de volver a un pasado del que no se sabe a ciencia cierta si realmente existió. Las sociedades contemporáneas son lo que son, y esa realidad incluye el consumismo, la farándula, el debilitamiento de los clásicos partidos políticos, la crisis de las ideologías -sobre todo, la pretensión de una ideología de imponerse a otras- y la veneración del presente.

Esto es así en el siglo XXI y no hay acción política que se pueda realizar desconociendo esta realidad. La gente le reclama a los políticos que le resuelva los problemas hoy y no en un nebuloso futuro. Se hace política con todos estos contratiempos, y con Tinelli incluido. Sin duda que este señor es eficaz en lo suyo, pero el sometimiento de los políticos a su espectáculo no resuelve la relación de los dirigentes con el pueblo, degrada la profesión de político y degrada los valores sobre los que debe constituirse una sociedad que merezca ese nombre.

Es más, en la agenda de un dirigente en serio, Tinelli debería ser una anécdota; en el mejor de los casos, un síntoma de una época, pero nunca un objeto del deseo. El político debe aceptar que no será más el profeta, el místico o el padre de su pueblo, pero tampoco una triste marioneta.

No es fácil hacer política en los tiempos que corren; creo que nunca lo ha sido. Hay dificultades nuevas, problemas de difícil resolución, pero esto exige más política y no menos política; esto quiere decir más cultura y, sobre todo, más autonomía, es decir más libertad, más ciudadanos, y no rebaños que idolatran a los personajes de la farándula y consumen con abrumadora inocencia los brebajes que los esclaviza. Insisto: no me preocupa Tinelli, me preocupa su platea, es decir sus víctimas, pero sobre todo me preocupan los políticos que se esfuerzan por parecerse a él bajo el supuesto de que el espectáculo, el show o el circo están llamados a sustituir a la política.

El sometimiento de los políticos a su espectáculo no resuelve la relación de los dirigentes con el pueblo, pero degrada la profesión de político.