Espinacas, bananas y alfajores

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Al fragor de la pelea que protagonizó Marcos Maidana (santafesino y chino al mismo tiempo, boxeador áspero pero cultivador de tiernas margaritas), muchos cuestionaron el alfajor que se embuchó el púgil ante las cámaras de todo el mundo. Propaganda, “esponsoreo”, las firmas que me acompañan, entre otras beldades. En esta nota, me como una mano, seguro. Ponele la firma.

 

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO ([email protected]). DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI ([email protected]).

En un mundo que auspicia o le pone un aviso hasta al gesto de cariño de tu vieja, por qué debería extrañarnos que un deportista, en un evento mundial, se mande un chivo que le reditúa determinados ingresos. El deporte, que despierta tantos seguidores en el atractivo segmento de lo pasional, es un lugar hermoso para que una marca cualquiera quede ligada a una imagen victoriosa, o de esfuerzo, o una derrota digna: valores al fin y al cabo que pueden generar empatía con un producto, siquiera de modo subliminal. Todo muy lindo mis chiquitos: el santafesino, después de perseguirlo toda la noche al campeón, y ante las cámaras, peló un alfajor, le mandó un par de bocados generosos e intentó mostrar el envase con la marca. Nada nuevo, pero se armó un escándalo.

En otro contexto, en un partido de fútbol, arrojaron una banana como un mensaje racista y el jugador, ingenioso y rápido de reflejos, la peló y la comió, dando también un mensaje, esta vez no comercial.

Más atrás, un jugador de fútbol santafesino declaró su amor públicamente a la mujer de sus sueños, escribiendo el mensaje en la camiseta que llevaba debajo de la camiseta oficial del club.

Y más atrás aún, de la promoción de una marca de espinaca, nació Popeye, un marinero rudo que se recargaba comiendo ese vegetal. Mensajes, mensajes, mensajes.

La propaganda, el esponsoreo (suena escatológico, lo sé), es probablemente la evolución del mecenazgo. En la antigüedad, hasta el reyezuelo más destemplado tenía un escriba que le acomodaba las batallas para la posteridad. Y luego, los ricos mecenas apadrinaban artistas (retratos benévolos con un proto photoshop de la familia entera incluido) y nadie hacía tanto escándalo. El tenis, el fútbol, el boxeo, cualquier deporte tiene comerciantes y productos que ayudan, apoyan, ponen plata como acciones promocionales. Es común ver que los automovilistas agradecen a las firmas comerciales que lo mantienen literalmente en carrera.

Pero sacando lo explícito, y a partir de determinadas prohibiciones de las federaciones, las ligas o los clubes (que también tienen sus auspiciantes), hay otras formas ingeniosas de hacer propaganda y “cumplir” con los que ponen: mensajes en las remeras, gorritas con la firma, alfajores a medio comer, cambiarse un calzado en medio de la competencia: todo garpa y es parte del juego.

Por más que me apuren, por más que me digan que se rompieron los códigos que dieron origen al deporte, me niego a cuestionar estas prácticas de modo concluyente o terminante. La presión por comunicar o vender es tan fuerte que se cuela por absolutamente todas las actividades que realizamos, mucho más las que cumplen, famosos, deportistas, artistas y gente que concita el interés de otros y que logran que les enciendan las cámaras.

Así que menos reproches, más aceptación, coman o no el alfajor, la espinaca o la banana cargadas de comunicación extra, llena de mensajes para todos lados. Por último, he escuchado la socarrona definición del periodismo como el espacio que queda entre dos avisos. Déjenme nomás ese espacio, que voy a tratar de meter lo mejor de mí: desde cualquier lugar del mundo se puede hacer un buen quilombo... Así que desde ahora les comunico más o menos oficial y subrepticiamente que auspicia este espacio fulanito y menganito. Más que comunicarles, les aviso.