La vuelta al mundo

Juan XXIII, “una señal de Dios”

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Sencillez. En la cripta de los papas, que se extiende debajo de la nave principal de la basílica de San Pedro, la tumba de Juan XXIII, marca un cambio cultural -correlativo de las reformas del Concilio Vaticano II- expresado por sus líneas severas y despojadas que contrastan con los imponentes monumentos funerarios anteriores. Foto: EFE

 

Ángelo Roncalli no era un recién llegado a la Iglesia Católica y mucho menos un ingenuo párroco de aldea. Al momento de ser elegido Papa por el Colegio Cardenalicio era el patriarca de Venecia, un reconocimiento que venía precedido de otros honores y responsabilidades, como las de haber sido nuncio en Francia durante casi diez años, o haberse desempeñado como diplomático en Atenas y Estambul, donde realizó gestiones decisivas para salvar la vida de judíos condenados a ser trasladados a morir en los campos de exterminio.

Las crónicas y documentos registran las febriles y en algún punto angustiantes maniobras llevadas a cabo por Roncalli ante la diplomacia alemana y, en particular, con Franz von Papen, una de las principales espadas de la Cancillería germana y, al mismo tiempo, un católico convencido. Cuando pocos años después los criminales nazis fueron juzgados en Nüremberg, Roncalli dio su testimonio a favor de Von Papen. Se lo había prometido cuando permitió la liberación de los judíos y él era un hombre que había aprendido a honrar su palabra.

Su relación con los judíos merece un capítulo aparte. Es lo que piensa, por ejemplo, la Fundación Raúl Wallenberg, que hace unos años bautizó a un jardín de infantes con el nombre de Juan XXIII, además de solicitar a Israel que lo declaren “Justo entre las naciones” el mayor homenaje que los judíos hacen a quienes los ayudaron a eludir la condena de muerte de los seguidores de Hitler. Sin duda lo merece. Sus gestiones para salvar a judíos en Polonia, Turquía y Grecia son conmovedoras, pero además ponen en evidencia su coraje. No es para menos: falsificó documentos de inmigración, otorgó certificados en blanco para que miles de personas se declararan católicas y pudieran eludir la persecución de los nazis.

El drama de los judíos en esos años le provocaba un intenso dolor. “Pobres niños de Israel -decía-, diariamente escucho sus quejidos a mi alrededor. Son familiares y comparten la tierra de Jesús. Que el Salvador Divino venga en su ayuda y los ilumine”. No sólo durante la guerra fue solidario con los judíos. Durante su magisterio papal publicó la encíclica Nostra aetate. Allí dice textualmente: “Aunque la Iglesia sea el nuevo pueblo de Dios, los judíos no deben ser presentados como excluidos o acusados por Dios, como si ello saliera de las Sagradas Escrituras‘.

No, Roncalli no era un improvisado. Ya en 1925, cuando fue designado visitador apostólico en Bulgaria, había demostrado su talento para resolver situaciones conflictivas. Fue en Sofía donde aprendió a ganar afectos con su estilo campechano. No fue fácil su gestión. Las relaciones entre católicos y ortodoxos eran tirantes y a ello se le sumaba una realidad política inestable y peligrosa. El terrorismo, el fanatismo y las propias debilidades de la monarquía complicaban el terreno.

Sin embargo, en poco tiempo logró resultados que el Papa de entonces calificó de maravillosos. A su afecto por Bulgaria lo mantendrá hasta el fin de sus días. Años después escribirá. “Donde quiera que me encuentre, aunque sea en el otro extremo del mundo, si un búlgaro fuera de mi país pasa ante mi casa, encontrará una lámpara encendida en la ventana: no tiene más que llamar y se le abrirá, sea católico u ortodoxo; bastará con ser búlgaro y le reservaré la más afectuosa hospitalidad”.

Muchos de sus pares supusieron que su gestión sería transitoria, la gestión de un viejito bueno e inofensivo que se limitaría a conversar con los jardineros del Vaticano. Se equivocaron feo y eso que tenían motivos para saber que Roncalli era algo más que un viejito bueno. Prestar atención a su trabajo pastoral en Venecia les hubiera alcanzado para saber quién era el “viejito bueno”. En lo que no se equivocaron fue en el diagnóstico sobre su salud. Estaba enfermo y él por supuesto que lo sabía. Así lo expresó muchos años después su secretario privado, Loris Capovilla.

La gestión del Papa Juan no fue una transición desde el punto de vista de la historia de la Iglesia católica, al punto que muy bien podría decirse que hasta el día de hoy persisten los efectos de las transformaciones iniciadas en 1958. Su propia certeza de que mucho tiempo no le quedaba operó como un estímulo para poner en marcha iniciativas que se sucedieron una tras otra.

Su enfermedad fue la esperanza de más de un clérigo conservador. Un cardenal llegó a decir que “si Dios no le abre los ojos, lo que debería hacer era cerrárselos”. A pesar de todo, nunca sancionó a nadie. Siempre sostuvo que si predicaba el diálogo para afuera, con más razón debía practicarlo hacia adentro. A sus adversarios los dejaba hacer y en más de un caso los promovía, pero en los temas que importaban el que decidía era él. El propio cardenal Ottaviani les advirtió a los más recalcitrantes que era imposible influenciarlo.

Quienes lo conocieron aseguran que en el fondo, las intrigas de la Curia lo divertían. Lo seguro es que nunca les tuvo miedo. Su seguridad, la certeza de sus convicciones no provenían de la soberbia sino de la lucidez y de la íntima convicción de que estaba haciendo lo mejor para la Iglesia Católica. Por otra parte, así como tuvo rivales contó con el apoyo de grandes personalidades de la Iglesia.

No, no estaba solo. Cuando murió, millones de personas lo lloraron. Mientras agonizaba, sus amigos, asistentes y colaboradores se acercaron a su dormitorio para despedirlo. Todos con lágrimas en los ojos. Él sonreía, repartía bendiciones y daba palabras de consuelo. En cierto momento circuló el rumor de que el cardenal Alfredo Ottaviani se haría presente. Su adversario más tenaz, el hombre que sin perder el estilo cardenalicio lo enfrentó en cada una de sus decisiones, estaba llegando a los aposentos donde agonizaba Juan XXIII. Un silencio tenso, expectante se esparció por la sala. Algunos manifestaron su contrariedad; la mayoría hizo silencio

Ottaviani caminaba ahora por las galerías del palazzo. Tan soberbio como magnífico, tan elegante como altanero, tan pedante como inteligente. A su paso, los guardias suizos se cuadraban para saludarlo como si fuera un emperador o un jefe militar. Y en efecto lo era. Mejor dicho, se parecía más a un príncipe que a un sacerdote, aunque él siempre recordaba que era hijo de modestos panaderos.

Por fin ingresará al dormitorio sin que nadie lo salude. No había lágrimas en sus ojos ni temblores en su voz. Se acercó a la ventana y miró a través de las cortinas a la multitud que rezaba en la plaza. Después dijo: “Miles de personas están rezando por usted. Rezan por Juan, el Papa bueno, el Papa de la gente”. Hablaba como si se estuviera dirigiendo a la historia. Luego se acercó a Juan y se sentó en una pequeña silla ubicada al costado de la cama, no lo tomó de la mano; tampoco sollozó, pero en sus palabras había un levísimo temblor: “Quiero que sepa que yo nací pobre y como usted moriré pobre. Y por ello, como usted creo conocer a los hombres. Nosotros sabemos que amarlos significa proteger a los débiles, a las almas indefensas, a todos aquellos que nos piden protección. Y es lo que hemos tratado de hacer durante dos mil años, con nuestra doctrina, nuestras reglas y nuestras severas condenas si es necesario. Hemos tenido diferencias Santidad, pero siempre buscando el bien de la Iglesia. Nuestras ideas nos han separado, no nuestra fe. Por eso le pido perdón por el sufrimiento que pude haberle causado con mi incomprensión. Quiero que sepa Santo Padre que siempre vi en cada uno de sus gestos, un gran amor por la humanidad. Usted es una señal de Dios y mi corazón hoy se halla para siempre junto al suyo”. (Fin)

por Rogelio Alaniz

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Su seguridad, la certeza de sus convicciones no provenían de la soberbia sino de la lucidez y de la íntima convicción de que estaba haciendo lo mejor para la Iglesia Católica.