“Todo lo grandioso es inútil”

Arturo Lomello

La costumbre es enemiga de la percepción cabal de la realidad y por ende de la alegría de vivir. Convierte a todo en una gris medianía donde cobardemente procuramos eludir el drama de la existencia, sin darnos cuenta que de tal manera matamos a la fuente misma del abismático misterio de la creación.

La belleza se esfuma en la opacidad de la costumbre. Aquello que en primera instancia nos enamoró pierde su encanto. Y, por lo tanto, se transforma en tediosa rutina, en hecho consabido. “El primer hombre que comparó la mujer con la rosa era un poeta, los que utilizaron esa metáfora después sólo fueron mediocres”, dice la difundida reflexión, subrayando así la diferencia que existe entre percibir la constante originalidad de la vida y la penumbra del hábito.

Contra esa costumbre que uniforman nuestros días se erige el arte, que precisamente actúa de despertador educándonos para no dejarnos vencer por la inercia. Nietzsche decía: “Todo lo grandioso es inútil” aludiendo a que el espíritu no sirve para la especulación pragmática. Pero, en verdad, lo grandioso es supremamente útil ya que nos permite penetrar en la belleza de la vida y por lo tanto en la alegría.

¿Qué otra cosa puede ser más útil para dar sentido a nuestros pasos por la Tierra?

Tagore y Gandhi se enfrentaron muchas veces por considerar, el primero que la belleza es fundamental para educar al hombre, y el segundo, que sólo el compromiso ético tiene justificación para utilizar el talento que Dios nos dio, no perdernos así en vanos entretenimientos esteticistas. Las dos posiciones son complementarias. La auténtica belleza es ética, y a la recíproca. En una palabra, acción, pero también contemplación. San Francisco de Asís fue un claro ejemplo de lo que decía, el supremo maestro de la lucha contra la costumbre.