A PROPÓSITO DE NUESTRAS CONTRADICCIONES

La revolución atabacada

16-691170.JPG

Foto: ARCHIVO

 

Estanislao Giménez Corte

[email protected]

http://blogs.ellitoral.com/ociotrabajado/

I

Una contradictio in adjecto es en retórica y en filosofía una contradicción entre el sustantivo y el adjetivo de una forma discursiva. Un tipo de oxímoron que postula la imposibilidad de correspondencia entre dos términos sucesivos pero que, por ello mismo, genera una suerte de perplejidad o sorpresa. Revolución-capitalista podría ser un buen ejemplo. Se entiende, al menos históricamente, que las revoluciones tendrían como objeto cuestionar o demoler el capitalismo; se sobreentiende que la revolucionaria es una fuerza emergente o insurgente que viene a cuestionar el status quo (representado mayormente por el capitalismo). O bien, que aquélla podría darse sólo en un estado no capitalista. Todo el tiempo leemos o vemos, acá o allá, súbitas apariciones de estas curiosas contradicciones. A veces surgen con maneras coloquiales, casi inconscientemente, como trampas en las que cae un hablante, o como creaciones a las que llega misteriosamente. A veces son producto de sutiles formas poéticas (“una soledad habitada”, escribió Leo Ferré; “caigo en el aferrarme”, escribió Hugo Mujica). Hay contradicciones de todo tipo -lógicas, discursivas, filosóficas-. Y otras que vienen de allí: las que se dan, por caso, en la relación a veces traumática palabra-acto, entre el discurso esgrimido y la conducta ejecutada; las que dejan como consecuencia un enorme hueco entre lo que gritamos a los cuatro vientos y lo que hacemos luego, a menudo calladamente.

II

Una amiga irrumpió una tarde en la redacción y, con la momentánea ira que dan los absurdos a los que asistimos todo el tiempo, dijo algo así: “Se creen que están haciendo la revolución y fuman un M. tras otro”. Eso. Detrás de M. hay que completar, claro, la palabra que alude a la afamada marca. Habrá que preguntarse, al menos una vez, por las relaciones posibles entre las conductas que quieren mostrarse como revolucionarias y los consumos individuales; habrá que detenerse en el significado de esos consumos. Ahora ¿qué decía ella, mi amiga? ¿qué había visto? ¿qué la indignó? Creemos que algo así: el insoportable espectáculo que dieron, una noche cualquiera en un evento cualquiera, supuestos agentes y personajes de pretendidas ideas y costumbres pseudo-revolucionarias, que enuncian y denuncian y denuestan las pestes del “sistema” (del capitalismo, del consumismo, de la sociedad occidental post-industrial), y lo hacen, inconscientemente o conscientes, pero despreocupadamente, entre bocanadas interminables, entre inhalaciones y espiraciones del tabaco comercial por antonomasia que ese mismo sistema inventó e inoculó como conducta de masas. No hablamos de cualquier tabaco, sino de la marca de cigarrillos más famosa, la más occidental, la más capitalista: la que simboliza, quizás como ninguna otra marca de ningún otro producto, ese “sistema”. Como una paradoja extraordinaria, entonces, el ícono visual (un filtro dorado), la síntesis material (humo que se dispersa), el sello mercantil (un rectángulo de cartón), componentes elementales del sistema de consumo que dicen combatir, se les sale entre los dientes en forma de nubecita. La palabra revolución aparece detrás de todo ese humo, casi como mueca macabra, como una ironía; aparece, tímida, detrás de ese humo que lleva en sus partículas el ADN del sistema que dicen cuestionar. Esta peculiar contradicción -la libertad de las ideas, por un lado; la sujeción y el sometimiento a la marca susodicha, por otro- es representativa de ciertas conductas que todos tenemos en mayor o menor medida: qué fácil, qué lábil es lanzar palabritas por doquier, pero qué pesado es regir la conducta. Este pequeño episodio, maravilloso por paradojal, puede encontrar similitudes en otros tantos. Este texto no pretende cuestionar, entendámoslo, el hábito de fumar (nada más lejos en nuestro ánimo). Quiere, sencillamente, acentuar y enfatizar una colisión entre intereses y usos, por decirlo de esta forma. En muchos casos, así, interesantes disquisiciones de personas inteligentes y sensibles se congelan en lamentables poses pour la gallerie, sin correspondencia alguna con lo fáctico. Amén de las contradicciones que todos tenemos, observamos aquí una cierta inconsistencia nuclear de los propios postulados de aquellos que enuncian levemente las cosas pero que luego no ejecutan ninguna praxis en sintonía con ello. Como las personas que pueblan sus conversaciones sobre los dramas sociales y luego se apoltronan cómodamente en sus sillones, como los que hablan de molinos y gigantes como si la propia mención de determinadas palabras fuese hacer algo: no, amigos, hablar de algo no es hacer algo (permítaseme en esta ocasión discrepar con ciertas vacas sagradas de la Pragmática).

III

Revolución. Es un término hermoso, bastardeado, revoleado igualmente por personas preocupadas por una posibilidad que siempre vemos deslizándose hacia adelante y por imberbes que gustan de colgarlo como adjetivo (“revolucionario”) a cualquier manifestación, en cualquier lugar, sin ningún juicio y sin ningún sentido. ¿Quién no soñó con una revolución? ¿quién no soñó con hacer algo revolucionario? ¿quién no soñó con ser revolucionario en su área? Pero la revolución ¿qué es?: es algo que no sucede pero que quisiéramos que sucediera. Peor aún: es algo que todos dicen querer pero que nadie está dispuesto a asumir en tanto tarea ciclópea que requiere. A veces es sólo un giro, un tema sobre el que decir naderías, una idea que viene del romanticismo y que trabaja mucha bella literatura. Podemos arriesgar esta hipótesis: la revolución no está en hablar de ella como de un hito lejano y precioso sino, en todo caso, en trabajar “revolucionariamente”, persistentemente, aun dentro del “sistema”, tratando de forjar un pequeñísimo aporte propio o grupal: el modesto desarrollo de una pequeña revolución que consiga sortear el ideario de trasnoche y devenga en algo. Tratar de hacer algo diferente, por más insignificante que sea, será algo más, creemos, que tropezarse con frases y eslóganes que se pierden en las esquinas. Las conversaciones casuales están llenas de intenciones, ideas, descubrimientos, planes, proyectos. Son pocos los que a la mañana siguiente responden a ese diálogo, a ese discurrir, poniendo algo en funcionamiento, ejecutando una acción. Lo revolucionario a veces puede leerse simplemente como un cambio posible y asequible: una grieta que se abre en una pared lisa; un pequeño corrimiento de placas; una falla en el sistema que produce un fenómeno mínimo e inesperado. Como dijera un famoso sociólogo sobre la juventud, muchas veces la revolución “es sólo una palabra”. Una palabra que se cuela entre gente muy valiosa que a veces, lamentablemente, no puede ver que ésta se ve apagada, ahogada por las fuerzas del sistema de consumo que dicen aborrecer (y que ellos contribuyen a fortalecer). Fuerzas que, en el caso de la marca aludida, se observan patéticamente en lo que despiden sus propios organismos, que toman una forma residual disipada, grisácea, suspendida en el aire. Fuerzas que obturan, que tapan, que acallan la palabra que viene después. Fuerzas que hacen que a veces, no siempre, pero a veces, ese deseo dicho, esa palabra esgrimida como bandera, no sea más que eso: puro humo.