El mundo entero en un cuento

• Acaba de publicarse una recopilación de dieciséis cuentos extraordinarios de Pablo De Santis (en la doble acepción de fantásticos o mágicos y de calidad singular), entre los cuales se destaca el antológico “El caballo de porcelana”. El volumen, que lleva el título de “Trasnoche” (publicado por Alfaguara) lleva un epílogo que transcribimos aquí.

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“El psiquiatra Alexander Morison”, de Richard Dadd.

 

Por Pablo De Santis

La novela, que exige horas o días de lectura, cuenta el cambio que sufre una mínima parte del mundo: un hombre o una mujer. El cuento, que se lee en un rato, muestra cómo cambia el mundo entero. Por qué el cuento juega a ocuparse del corazón del mundo, y la novela del corazón de una persona, es un asunto difícil de explicar. Pero, en uno de sus brillantes artículos, Gilbert K. Chesterton nos da algunas pistas.

El artículo se llama “El teatro de juguete”. En sus páginas, Chesterton nos cuenta cómo armó un pequeño teatro de papel, con un San Jorge y un dragón como protagonistas. Y nos dice que, aunque mal dibujado, ese mínimo artefacto le sirvió para contar una historia ambiciosa. “Una cosa puede comprobarse como exacta en el teatro de juguete: que al reducir la escala de los acontecimientos se pueden introducir acontecimientos muchos mayores. Por ser pequeño, podría representar fácilmente el terremoto de Jamaica. Porque es pequeño, podría representar fácilmente el día del Juicio Final. [...] No se pueden representar ideas muy grandes sino en espacios muy pequeños”.

El cuento es un teatro de papel: un escenario apenas insinuado, unos pocos personajes, una historia que los cobija y ordena. Una vez que comienza su breve función, orienta su delicado mecanismo hacia la sorpresa. Si es un cuento fantástico, esa sorpresa buscará la inquietud o el miedo. Y en su reducido escenario el mundo habrá de cambiar bajo el gobierno de dos leyes que no cambian: las cosas no son lo que parecen y todo resulta al revés de lo planeado.

Una buena parte de los cuentos de este libro son fantásticos, pero también asoman por ahí el policial y una atenuada ciencia ficción. El más viejo (“La jaula del dragón”) es del año ‘91, y “La pieza ausente” debe ser de la misma época. Los más nuevos, “Trasnoche” y “El piso de arriba”, los acabo de escribir. El más largo (“Agua muerta”) es una reescritura de una novela que circuló sólo en Internet. Entre todas estas páginas hay una que no me pertenece, y es el cuento del sultán que aparece en “El intercesor”. Ese relato lo contaba con gracia inolvidable Enrique Sdrech, apasionado cronista de policiales (y el mundo de lo oculto). Nunca me dijo dónde lo había leído o quién se lo había contado.

Ahora que releo estos cuentos, advierto que está muy presente el cine de terror, insana pasión que nació en mí a los doce años. En esa época iba con dos amigos a un cine que pertenecía a una parroquia y que estaba a la vuelta de mi casa. Había funciones sólo los sábados a la noche y los domingos a la tarde. Los domingos el cine se llenaba, pero en las funciones de los sábados nunca había más de nueve o diez espectadores. Daban películas de terror en continuado hasta la una de la mañana.

Nunca sabíamos qué películas iban a dar hasta que llegábamos al cine. El afiche de la puerta era siempre el mismo: una mujer que gritaba. A ese prolongado grito se le superponían, a lo largo del año, muchos títulos distintos. La mujer gritaba una semana por un fantasma, la siguiente por un vampiro, y después por un monstruo acuático. Teníamos doce años y no íbamos a ver tal o cual película, el ritual era otro: íbamos al cine.

Una noche vimos una película que se llamaba “Cuentos de ultratumba”. Consistía en una serie de historias verdaderamente terroríficas: la primera se ocupaba de un asesino disfrazado de Papá Noel. Ya había pasado la mitad de la película cuando la cámara se detuvo en un cementerio de pueblo y luego en una tumba recién ocupada. Llovía, como suele llover en los cementerios del cine. De pronto una mano salió de la tumba. Nos asustó tanto que, sin decir palabra, los tres decidimos en el mismo instante que era hora de escapar. Unos días después el cine cerró sus puertas y quedó condenado a actos escolares y exhibiciones de gimnasia. Tal vez la mano no había salido de la tumba para asustarnos, sino para despedirnos.

Ahora sigo viendo películas de terror y también, de vez en cuando, escribo alguna historia de miedo, como “Agua muerta”, “El hombre de tiza” o “El piso de arriba”. Nos guste o no el género de terror, todos estamos familiarizados con él, ya que no hay nadie sobre la Tierra que no haya tenido pesadillas. Las únicas películas que sólo se pasan en función trasnoche.

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Pablo De Santis. Foto: Archivo El Litoral