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“El bonobo y los diez mandamientos”

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“El Jardín de las Delicias”, de Hieronymus Bosch, el Bosco.

 

 

¿La bondad es una característica propia y única de nuestra especie? El biólogo Frans de Waal (Países Bajos, 1948) se propone demostrar en El bonobo y los diez mandamientos, que en los primates (e incluso en otros animales) se pueden rastrear fundamentos de ética secular. A través de múltiples estudios y observaciones del mundo animal, especialmente lo que se refiere al comportamiento de los bonobos (Pan paniscus, conocido también como “chimpancé pigmeo o enano”), De Waal describe manifestaciones como la empatía y hasta angustia por la muerte de un congénere, la ayuda mutua o gestos altruistas que parecen prefigurar una concepción natural del bien y del mal.

El autor define a la moralidad como un sistema de reglas que tiene que ver con ayudar, o al menos no dañar, a nuestros congéneres. Está orientada al bienestar ajeno y coloca a la comunidad por encima del individuo. Los niños (a menos que adolezcan de alguna patología) aprenden a una edad temprana a no dañar a los otros, si bien el rol prioritario que se ha dado a la educación se basa en el convencimiento de que la bondad no es inherente a la naturaleza y hay que esforzarse para inculcarla. Los niños se conciben como egoístas que aprenden de los mayores a respetar la moral a pesar de sus inclinaciones naturales, a regañadientes. De Waal sostiene todo lo contrario: “El niño es un moralista natural, que cuenta con la gran ayuda de su bagaje biológico. De modo automático, las personas prestamos atención a los otros, nos sentimos atraídos por ellos y nos ponemos en su lugar. Como todos los primates, nos vemos emocionalmente afectados por los otros. Y no sólo los primates. La razón por la que un perro grande deja de mordisquear a un compañero de juegos más pequeño tan pronto como el segundo emite un aullido agudo es la misma: dañar a otro es indeseable”.

De Waal describe múltiples formas de expresión animal, como los actos y gestos de vergüenza, sumisión o dominación de los chimpancés, y agrega: “La única expresión distintivamente humana, como ya señaló Darwin, es el rubor. No tengo noticia de enrojecimientos instantáneos de la cara de otros primates. El rubor es un misterio evolutivo que debe resultar particularmente paradójico a los que creen que explotar a los otros es lo único de lo que somos capaces. Si así fuera, ¿no nos iría mejor sin esa congestión incontrolada de nuestras mejillas y cuello, donde el cambio de color de la piel destaca como un faro? Una señal de este estilo no tiene sentido para un manipulador nato. La única ventaja del rubor que se me ocurre es que dice a los otros que uno es consciente de cómo les afectan sus acciones. Esto promueve la confianza. Preferimos la gente cuyas emociones pueden leerse en su cara a la gente que nunca muestra el más mínimo asomo de vergüenza o culpa. El que hayamos adquirido evolutivamente una señal honesta para comunicar el embarazo por la violación de una norma nos dice algo profundo sobre nuestra especie. El rubor forma parte del mismo bagaje evolutivo que nos dio la moralidad”.

De Waal analiza las pinturas de El Bosco, aseverando que el autor de El jardín de las delicias tiene mucho que enseñarnos sobre los orígenes de la moral y sobre el papel de la religión: “Nos invita a imaginar un mundo donde nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos sin instrucciones divinas sobre lo correcto y lo incorrecto, y sin Dios supervisándolo todo. Un mundo así aún requeriría moralidad, parece estar diciendo el Bosco, y aún castigaría a los indecentes aunque, en vez de ir al infierno, lo visiten aquí en la Tierra”. Publicó Tusquets.