Preludio de tango

Aníbal Troilo, el último mito del tango

Aníbal Troilo, el último mito del tango
 

Manuel Adet

Oficialmente la leyenda se inició el 1º de julio de 1937 en el dancing Marabú. “Todo el mundo al Marabú / la boite de más alto rango / donde Pichuco y su orquesta / le harán bailar buenos tangos”. Esa noche Aníbal Carmelo Troilo se presentó con su primera orquesta. Lo acompañaban en la línea de bandoneones Juan Rodríguez y Roberto Yanitelli, en los violines Reynaldo Nichelle, José Stilman y Pedro Sapochnik; Orlando Goñi en el piano y Juan Fassio en el contrabajo.

El cantor era Francisco Fiorentino, el primero de una serie de calificados cantores que lo habrán de acompañar en el futuro entre los que merecen mencionarse a Alberto Marino, Roberto Rufino, Edmundo Rivero, Jorge Casal. Angel Cárdenas, Raúl Berón, Tito Reyes, Floreal Ruiz y Roberto Goyeneche, sin omitir los nombres de Elba Berón y Nelly Vázquez. Troilo será el primer director que le otorgará al cantor un rol distintivo, sacándolo del limitado rol de estribillista. No fueron éstas sus únicas virtudes. Como la experiencia se encargaría de demostrarlo luego, todos sus cantores alcanzaron su momento de esplendor bajo su dirección y, salvo Rivero y Goyeneche, ninguno de ellos pudo ir más allá al alejarse de la orquesta.

Cuando Troilo debutó en el Marabú tenía veintitrés años, pero ya llevaba doce años de oficio que incluía trajinar en salas de cine y los más diversos locales nocturnos. La noche y la calle de Pichuco fueron antes que una leyenda, un estilo de vida, una manera de estar en el mundo. El divagar por la bohemia porteña incluyó un excepcional aprendizaje al lado de músicos de la calidad de Ciriaco Ortiz, Pedro Maffia, Carlos Marcucci, Juan Maglio y Pedro Laurenz. Sus pasajes por las orquestas de D’Arienzo, D’Agostino, De Caro y Cobián dejaron sus huellas en el joven que aprendía rápido e iba definiendo su propio estilo.

Blas Matamoro dice al respecto: “Troilo empieza a ser un decariano como todo el mundo, gobernante de una orquesta gregaria con su particular forma de ritmo y con la peculiaridad de tener en sus arreglos un momento contrapuntístico dedicado a solos del bandoneón director, en variaciones sobre la primera melodía expuesta... En tanto que la orquesta decariana tiene roles rígidos -roles melódicos por un lado y rítmicos por el otro- la orquesta troileana tiene roles transferibles de un grupo a otro. El piano es generalmente rítmico, pero goza de algunas frases de solismo melódico; los bandoneones son generalmente melódicos o sostenes de la armazón armónica, pero asumen a veces una función de marcación rítmica...” .

Troilo nació en 1914 en el barrio del Abasto y, como lo expresara en un célebre monólogo, nunca se fue de allí. A lo largo de una carrera que se extendió por más de treinta años, grabó alrededor de quinientas versiones, un puñado de ellas acompañado por músicos de la talla de Piazzolla, Grela, Kicho Díaz, Orlando Berlinghieri. Sus primeras placas las grabó en 1938 para el sello Odeón. Fueron dos temas antológicos: “Comme il faut” de Eduardo Arolas y “Tinta verde” de Agustín Bardi. En 1941 grabó con el sello Víctor y allí ya está presente Francisco Fiorentino.

En la década del cuarenta integra junto con Di Sarli y Pugliese la formidable línea media de los grandes renovadores del tango. En su orquesta participa a principios de la década Astor Piazzolla, con quien mantendrá a lo largo de los años respetuosas diferencias. En el futuro no sólo que grabarán “El motivo” y “Volver”, sino que luego Piazzolla habrá de honrar su memoria con “Suite troileana”, un sobrio y emotivo reconocimiento a quien el autor de “Adiós Nonino” reconociera no sólo como un gran maestro y un talentoso bandoneonista, sino como “un intuitivo genial”.

Si sus cantores fueron célebres, lo mismo puede decirse de sus pianistas. Estuvieron con él, Orlando Goñi, José Basso, Carlos Figari, Osvaldo Manzi, Orlando Berlinghieri y José Colángelo. Los nombres de estos músicos, sobre todo su obra, exime de mayores comentarios al respecto. Lo que en todo caso importa destacar es que a la orquesta de Troilo no sólo que se ingresaba después de haber atravesado por un exigente examen, sino que los músicos y cantores adquirían vuelo propio y, en más de un caso, era el propio Troilo quien los animaba a volar.

Su tarea como compositor fue tan destacada como la de director y bandoneonista. Sus temas preferidos siempre han sido “Sur” y “Responso”, ese delicado y tierno homenaje a Homero Manzi. Pero más allá de sus preferencias personales, merecen destacarse temas como “Garúa” “María”, “Desencuentro”, “La última curda”. “Che bandoneón”, “Romance de barrio”, “Discepolín” “La cantina”, entre otros.

Su bonhomía, su reconocida generosidad, no le impidieron ser exigente con sus músicos y compositores. Su goma de borrar llegó a ser tan célebre como temida. Emilio Balcarce fue el único que pudo eludir el “gomazo” de Pichuco. Fue con “La bordona”, el tema que consagró a Balcarce y que Troilo aceptó al primer golpe de vista sin imponer ninguna corrección.

Su trascendencia pública se consolidó con su presencia en la pantalla de cine y en el teatro. Desde su adolescencia Troilo está en ambos escenarios. En 1933 con diecinueve años, participa en la película “Tres berretines”. Después estará presente en “Radio bar”, “Muchachos de la ciudad”, “El tango vuelve a París”, “Mi noche triste”, un homenaje a Pascual Contursi, dirigido por Demare, “Vida nocturna”, y “Buenas noches Buenos Aires” dirigida por Hugo del Carril.

En el teatro debuta en 1953 con “El patio de la morocha” que llegará a brindar más de quinientas representaciones en menos de dos años. En 1960 está en “Caramelos surtidos” , en 1963 en “Tango en el Odeón”, en 1969 será “Troilo 69” y en 1975, y bajo la dirección de Horacio Ferrer, se despide del teatro y de la vida con la obra “Simplemente Pichuco”.

A fines de la década del cincuenta ya es el personaje mítico que será hasta el fin de sus días, generoso con su tiempo, su dinero y su salud. Su anecdotario es tan rico y variado como sus amistades. Se le reconoce calidad artística y bonhomía y cuando la calidad artística decaiga por los años y la artrosis, todos disimularán sus errores en homenaje a lo que fue y representó. Julián Centeya lo bautizará como el “bandoneón mayor de Buenos Aires”. Antonio Carrizo lo presenta “con T de tango, Aníbal Troilo”. Todavía para fines de los sesenta sigue siendo Pichuco, un apodo traído desde la infancia y puesto por su padre en homenaje a su abuelo. Después empezará una suerte de ninguneo con el mote de “Gordo”, algo que a él siempre le resultó indiferente, pero que fastidiaba a quienes lo querían, no tanto por el dato estético como por el tono y el exceso de confianza que se atribuían quienes se creían autorizados a recurrir a ese apodo.

No exageran los historiadores cuando afirman que no se podría escribir la historia del tango ignorando la centralidad de su presencia. Tampoco exageran sus biógrafos cuando admiten que fue el último mito vivo que dio el tango. El momento en que se oscurece la sala y el cono difuso de luz destaca su figura, es antológico. Allí está solo, “como un gran Buda” sobre su bandoneón, a veces con los ojos cerrados como si estuviera dormido, a veces con la mirada fija en algún punto invisible, “solo o con todos, lo que de alguna manera viene a ser lo mismo”. Muy de vez en cuando una lágrima surca su rostro. Algún periodista se atreve a preguntarle si llora. “A veces lloro -admite- pero nunca lo hago por cosas sin importancia”.