La persistencia de la memoria

La persistencia de la memoria

Es el mural más grande que pintó en su vida: tres metros sesenta por cuatro cincuenta, que serán dispuestos en la pared que mira al este del hall de un edificio que actualmente se construye en 25 de Mayo entre Cándido Pujato y el bulevar.


Ricardo Calanchini, genio y figura: un recorrido por la vida y obra del artista que elabora por estos días el mural más grande de su carrera.

 

TEXTOS. NATALIA PANDOLFO ([email protected]). FOTOS. JOSÉ VITTORI.

Los Ray Ban redondos, la camisa rojo bermellón, un gorrito marroquí y las canas enruladas jugando alrededor: Calanchini es, además de artista, el personaje que supo tallar a lo largo de los años.

A sus casi 60, con más de 400 muestras expuestas alrededor del mundo, dice que de chiquito se sentaba en la falda de su papá, tomaba el lápiz y garabateaba: que no había entonces mejores modos de esparcimiento, y que él supo encontrarle el disfrute a esas tardes de ocio y radio en el barrio Candioti.

La escena parece surrealista: un enorme descampado, aislado y silencioso, en el medio de la avenida López y Planes que chilla. Los ruidos del afuera son frustrados intentos que no logran atravesar los muros. Allá al fondo, chiquitito debajo del tinglado, el hombre de rojo se mueve frente al gran cuadro. Percibe el arribo, deja las herramientas, levanta los brazos.

Es el mural más grande que pintó en su vida: tres metros sesenta por cuatro cincuenta, que serán dispuestos en la pared que mira al este del hall de un edificio que actualmente se construye en 25 de Mayo entre Cándido Pujato y el bulevar.

El gato negro, la barba triangular y algo de música, la pintura que parece sangre en las manos y, en la muñeca, un reloj que es hermoso pero que no funciona: Ricardo Calanchini juega con pasión, como un chico, el juego de su mundo sin horas ni reglas.

“Ayer vine a las 10 de la mañana y me fui a las 8.20 de la noche, sin comer. Estaba abstraído totalmente. Me di cuenta porque hoy estaba muerto: no me podía levantar”, se ríe. Y dice que fue -es- un trabajo de locos. “Yo había pensado en dos meses, pero creo que va a llevar un poco más”. Un día estaba tan ansioso que se vino: eran las tres de la mañana. Todavía estaba en la etapa del dibujo.

Todas sus prendas, sin excepción, tienen alguna mancha -un toque, dirá él- de pintura: “Es que yo pinto a la hora que sea, cuando me agarra”, explica.

Ricardo Calanchini se corre a uno y otro punto, mira como miraría quien mirará, busca ángulos, explica perspectivas, cuenta el futuro de ese cuadro aún en pañales. “A cada momento voy redescubriendo la obra”, justifica.

El artista dibujó su carrera en base a dos líneas fijas: vivir de lo que hace y dar todo de sí. El paso de los años, los vaivenes, los hijos, los amores y desamores: todo fue dispuesto en torno a esas dos directrices.

CIUDAD DE FANTASÍA

“Uno sabe lo que quiere hacer: lo tenés en la cabeza. Incorporé los barquitos, que le dan otro movimiento a la obra; y también las grúas, que son interesantes porque cortan con la perspectiva”, cuenta. Y dice que el primer elemento que observa a la hora de crear es el espacio: el contexto.

- ¿Cómo surgió la idea de hacer esta obra?

- Soy amigo de toda la vida de la gente del estudio Castellitti, que son docentes de Arquitectura. En su casa tienen varias obras mías, de distintos períodos. Ellos me llamaron y me gustó esa postura por parte de una empresa: sería mucho más barato para ellos sacar una foto y hacer una gigantografía.

Por suerte, éste es un momento en el que en todas partes del mundo, donde vos entrás hay una obra. Eso jerarquiza al que vive allí, al que llega, al que la hizo. Por ahí cuesta un poco entender ese concepto aquí: vas a un country y ves 60 plasmas y ni una obra. Pero creo que algo de eso está cambiando”.

El trabajo actual se inscribe en una serie que comenzó hace ya tiempo. “Tiene mucho que ver con ‘Las ciudades invisibles’, de Italo Calvino, ese relato mágico que me apasiona. Y también con el surrealismo que viene con Escher, con Dalí, que fueron grandes maestros para mí”.

Calanchini es de los pocos artistas que ha decidido -por convicción, por elección, por ideología- vivir del arte. “Llevo mucho tiempo golpeando puertas, insistiendo con miles de proyectos. Hace cuarenta años que decidí que esto iba a ser, sí o sí, mi vida. Nunca hice absolutamente más nada, ni tuve ningún otro trabajo, ni en la Municipalidad ni en la provincia ni en nada, porque estaba convencido de que era algo que se podía hacer y que es una profesión que uno la tiene que llevar adelante full time. Yo no sé si soy el mejor o el peor, pero sé que le he dedicado todo mi tiempo a esto y que sirve para demostrar que hay un camino: que si te preocupás, vas a llegar. Hacerlo a medias no sirve de nada”, fundamenta. E intenta explicar con ejemplos su modo de hacer pie en el mundo: “Fui a ver dos casas magníficas, que querían una obra. En ningún caso vi sensibilidad por el arte, sino más bien esa necesidad de tener una obra como objeto de consumo. En cambio, con otra gente ha habido una conexión tan linda, desde el momento en que vas a ver el lugar hasta que colgás el cuadro: una fiesta, una relación desde la alegría y el disfrute”.

- ¿Cómo fue tu contacto con el arte? ¿Existe en vos un registro de ese proceso?

- Yo creo que soy artista desde que nací. Me recuerdo siempre con un lápiz en la mano. Pienso que el estímulo en mi casa se debía a los tiempos que transcurrían: eran las épocas en que el televisor no era el gran padre de la familia y había otro tiempo del ser humano.

Ricardo pequeño fue creciendo y comenzó a dibujar historietas. “Tenía una súper colección que se perdió en una de esas mudanzas”, se lamenta, como si el correr de los años no hubiera podido mitigar la sensación de pérdida.

En su adolescencia ingresó a la Escuela de Artes Visuales Juan Mantovani. “Ahí ya empezó otra historia. Me enamoro de Dalí y Jacques Preveur, que me volaron la cabeza en ese entonces. Era ingresar a un mundo del cual nunca salí”, cuenta sobre su ficha de afiliación al surrealismo.

- ¿Qué implica este trabajo en el contexto de tu carrera?

- A mí me da una alegría enorme. Me da la posibilidad de hacer una obra de estas dimensiones, la más grande que he hecho. A veces me pongo el límite: voy a estar hasta las cuatro, pero ni yo me lo respeto. Estoy metido en esta ciudad de fantasía, tan arraigado a ella que estoy disfrutándolo enormemente. Por lo demás es una obra muy cansadora, incluso físicamente. Pero estoy fascinado”.

LA ÉTICA Y LA ESTÉTICA

Calanchini tiene ateliers en distintos puertos, como los marineros. Uno pequeño en la parte superior de Triferto peatonal; otro en la casa de la vieja, que tiene gran patio y que pinta lindo en primavera y verano, y otros sueltos por allí, en cualquier lugar adonde lo inviten. “Esto es una sorpresa todo el tiempo, y me gusta vivirlo así”, asume.

- ¿Cómo es la sensación a la hora de entregar una obra, de desprenderte de ella?

- “Hubo un período en que no quería desprenderme. Veía la obra y estaba convencidísimo de que iba a revolucionar la historia del arte. Después, cuando vas creciendo, te vas dando cuenta de que no era tan así”, se burla.

“Hoy el hecho de entrar a un lugar y ver una obra mía me da un placer enorme: es maravilloso sentir que alguien se sensibilizó con lo que yo hice. Me ha pasado encontrarme con obras viejas mías y tener ganas de comprarlas. Y, por supuesto, mil veces me pasó que no podía creer que esa obra la había firmado yo: querer morirme”, dice.

En esos casos, acude a su manto protector, a su defensa de hierro: la tranquilidad de saber que siempre puso el alma entera. “Quizá el resultado final no fue el mejor, pero me queda la paz de saber que dejé todo ahí”, explica.

- ¿Cómo fue el proceso de construcción del personaje/Calanchini?

- Mi estética es particular, pero no fue buscada. Usé lentes oscuros toda la vida. Disfruto mucho de la ceremonia de qué ponerme, de acuerdo al lugar al que voy a ir, pero no como una preocupación sino como un placer. Lo de los lentes no tiene ningún fundamento particular, pero me gusta jugar con la historia de la mirada: de mirar y que no vean qué estás mirando.

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Calanchini pinta y piensa en una próxima obra, que será tres veces más grande que ésta. “La haré para Jerárquicos Salud, a modo de agradecimiento por haberme cedido este espacio para trabajar ”, se entusiasma.

“Estoy tan feliz con todo ese movimiento en la cabeza. No sé si voy a poder concretarlo, pero mientras tanto lo disfruto, no sabés cómo”. Se saca los anteojos, acompaña hasta la lejana puerta, agradece, hace un par de bromas, se despide y pega media vuelta, para ir a zambullirse otra vez en el gran cuadro. El bello reloj sigue deteniendo el tiempo para él.

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El trabajo actual se inscribe en una serie que comenzó hace ya tiempo. “Tiene mucho que ver con ‘Las ciudades invisibles’, de Italo Calvino, ese relato mágico que me apasiona”, explica el artista.

UN LUJO

La charla por los vericuetos de la vida desemboca en la puerta de “El sueño”, el mediometraje que Calanchini concretó en 2009 junto a la directora santafesina Silvia Cuffia.

“Un día voy a lo de una amiga psicoanalista a cenar. Me da un papel con no sé qué cosa, lo guardo en el bolsillo. Al día siguiente me pongo el mismo abrigo y voy a verlo a Héctor Rotger, que hablaba sobre romanticismo alemán en el Centro Cultural Municipal. Era tan caótica la imagen, tan plástica, tan escenográfica: verlo a Héctor con un pianito lleno de partituras, con un foco que le caía arriba de la cabeza... Pongo la mano en el bolsillo, encuentro ese papelito y empiezo a escribir lo que sería el guión de una película. En mi vida pude pensar en actuar en una película, mucho menos en escribirla. Me levanto a la mañana siguiente, se lo muestro a mi hijo del medio:

- Pelado, está bárbaro. Dale para adelante.

Voy avanzando con el grupo de amigos: a todos les gustó. Y después se dieron esas coincidencias que a veces la vida te regala: a una amiga mía le va muy bien con una empresa que tenía, se recibe de directora en el Instituto de Cine y quiere hacer algo. En un año y medio -tomando vino y hablando y buscándole la vuelta, y sacando las trabas de la rueda- la hicimos. Trabajaron 25 chicos recibidos del Instituto, los 25 cobraron. Fueron siete días de filmación. Cada vez que la veo me agarra una cosita, pero tengo siempre sobre mí ese manto de piedad de saber que di todo lo que podía. Fue mágico, fue entrar en un mundo que es surrealista, un mundo que no existe, que se va modificando minuto a minuto, en el que podés decir palabras que nunca dijiste, moverte, armar situaciones con el paño verde de fondo. Los personajes fueron Héctor Rotger y Mirtha Pasamonti, una gran artesana que actuó de tiradora de cartas. Y también la quise inmortalizar a mi vieja, de 94 años, que entra en la película y me lleva un té: lo mismo que hace en la vida real. Fue un lujo que quise darme, y fue hermoso”.

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ABRIR LA CABEZA

Ricardo se radicó durante ocho años en Estados Unidos. Regresó en 2005 y asegura que elige a Santa Fe como ciudad para vivir. “El hecho de irme me abrió muchas puertas. Viví muy bien allá, viajaba mucho, pero decidí volver y hoy por hoy, si me das a elegir, me quedo acá. Es una ciudad que se puede recorrer caminando, todo queda cerca o no tan lejos, tenés una vida cultural interesante. Hay buen teatro, hay bares que antes no había, hubo una evolución muy interesante en los últimos años. Santa Fe fue en su momento una gran usina cultural para el país entero; creo que en este momento se está generando de nuevo eso”.

“Veo, en primer lugar en este sentido, al teatro. Las propuestas que hay actualmente en cartelera son de verdad extraordinarias. En música hay, por ejemplo, 630 grupos de rock en Santa Fe. Pero no veo que pase lo mismo en las artes plásticas. Y creo que la responsabilidad es de la escuela de arte, porque la docencia se vuelca más a formar docentes con orientación en arte, que salen capacitados para escribir un libro pero no para hacer una obra. Vos vas a una muestra y hoy expone fulano de tal, pero dentro de dos años ese individuo ya desapareció.

Lamentablemente, con el ego de cada uno por cuidar su quintita, no fomentan muchas cosas. Lo lamentable es que se pierden posibilidades de abrir un poco la cabeza”.

“Por más que uno crea que en esta ciudad hay muchos artistas, no los hay. Es el odontólogo que pinta, el director que pinta: como no tienen la necesidad de vender para subsistir, no lo toman como una profesión, lo toman como un hobby. Por más que sea muy bueno lo que hacen, eso está escindido de su vida cotidiana: el ingreso, la seguridad, la obra social y las vacaciones están aseguradas por otro lado. No se trabaja con un proyecto a largo plazo. Eso nos juega en contra, porque no hay un mercado. Las galerías tienen buena predisposición, pero un galerista es una persona que elige a cinco artistas, los proyecta a nivel provincial o nacional, con un seguimiento y un crecimiento. Acá no: esto es un negocio de venta de cuadros. No hablo desde el dolor: la mía es una visión realista”.

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“Llevo mucho tiempo golpeando puertas, insistiendo con miles de proyectos. Hace cuarenta años que decidí que esto iba a ser, sí o sí, mi vida”.