publicaciones

 

“Punteros, malandras y porongas”

18-456498.JPG

Ocupación del Parque Indoamericano, en Villa Soldati, Buenos Aires. Diciembre, 2010.

Foto: Archivo El Litoral

 

De la redacción de El Litoral

A ver “quién tiene los huevos” de hacerse cargo del desalojo. De ahí parte el fenómeno de la ocupación de tierras públicas o privadas que se repitieron desde el inicio de la era democrática, en 1983. Se ocupan esos terrenos, se transa con el gobierno y, como explica Juan Carlos Alonso, dirigente territorial de Villa Fiorito (al sur del Gran Buenos Aires), si “las cosas se hacen bien”, en sólo un fin de semana “se pueden terminar dando vuelta las cosas y tenerlos negociando apoyos para los distintos quioscos municipales con sus socios ‘punteros’, policías, inspectores y juicios incluidos”.

En Punteros, malandras y porongas, Jorge Ossona analiza el increíble fenómeno de las ocupaciones de tierras entre 1983 y 2001, específicamente en el conurbano bonaerense, en Campo Unamuno, una parcela de Villa Fiorito. Ese terreno en que se mezclan, como enumera Luis Alberto Romero, “los culatas y los escruchadores; los evangelios y los umbandas; los barderos, guachines y drogones” y “el fútbol, la piratería del asfalto, el narcotráfico...”.

Vale acotar que “porongas” alude a los que mandan o ejercen una jefatura en un agregado vecinal; “malandras”, a delincuentes profesionales, “de oficio”, organizadores de actos delictivos; “punteros”, a quienes “hacen punta” en la organización de asuntos colectivos, en general militantes partidarios, políticos barriales, aunque también indica a los referentes de base para la venta de drogas, de mercadería robada o de tierras; “culatas”, a guardaespaldas privados de dirigentes, generalmente reclutados entre los “militantes de choque”, y a los buenos tiradores, independientemente de sus aptitudes físicas; “escruchadores”, a quienes asaltan una vivienda cuyos habitantes están ausentes; “barderos”, a los jóvenes desafiadores de todo límite y que no aceptan ninguna jerarquía o autoridad, y “guachines”, a los niños delincuentes.

La supervivencia de estos ámbitos, como señala Ossona, implica códigos muy rigurosos controlados por estrictas jefaturas estructuradas en pirámides de autoridad, según su proximidad con el poder político. Allí se juegan negociados y lealtades. “Detectar y analizar esos conglomerados de poder y sus sucesivos momentos pasó, entonces, a ser nuestra tarea principal y nos exigió incursionar en el universo cultural de las respectivas comunidades”.

El libro está dividido en dos partes: una primera estudia las ocupaciones ocurridas durante los años 80 y principios del 90’; la segunda en las que suceden entre 1997 y 1999. Como confiesa el autor, “la desorientación metodológica se fue resolviendo con el transcurso de los años. Nuestro principal interés se centró en el lugar de la política en el universo sociocultural de las nuevas comunidades. Sólo cuando logramos reunir una base de información lo sucintamente densa de su historia pudimos componer un bricolaje cuya coherencia residía, una vez más, en su heterogeneidad. Buscar comunes denominadores y analogías en torno de fenómenos muy diferentes se transformó, poco a poco, en una tarea que nos llevó a profundizar todavía más en la indagación”.

La complejidad de la situación puede avizorarse a través de fenómenos que estudia Ossona, como por ejemplo la convivencia ecléctica entre la religión católica, comunidades evangélicas, umbandismo y cultos como los dedicados a San La Muerte o el Gauchito Gil. O el que se da en el campo económico, entre el mundo del trabajo y las actividades delictivas. Publicó Siglo XXI.