editorial

El aluvión codificador

  • Los códigos Civil y Comercial, el Penal y el Procesal Penal, plantean una reestructuración jurídica del país que el gobierno implanta de apuro y sin verdadero debate.

El tramo final del actual período de gobierno -considerado a todos los efectos un “fin de ciclo”- tiene entre sus características centrales y más llamativas un fuerte impulso codificador, del que no se sustrae ninguno de los cuerpos normativos trascendentes para el funcionamiento institucional del país y la vida cotidiana de los ciudadanos.

Si la materia civil y comercial quedó subsumida en un solo y apretado cuerpo, que abarca a su vez un rango temático amplísimo y con implicancias directas sobre la comunidad, y la cuestión penal -incluyendo la tensión entre corrientes más o menos garantistas o punitivistas, y el equilibrio en la proporcionalidad de las penas- fue zanjada con un proyecto que no pudo eludir campañas públicas en contra, el afán de reformular la estructura normativa del país alcanzó ahora al Código Procesal Penal.

La decisión presidencial se conoció prácticamente de improviso, sin la anticipación con la que habían contado los proyectos para los otros códigos, ni la instancia de debate público que, aunque más simbólica que efectiva, se montó en torno a ellos.

En esta oportunidad, la polémica volvió a estar servida, a partir -una vez más- de los desafortunados comentarios con que la jefa de Estado presentó la iniciativa en sociedad, plagados de imprecisiones y groseros errores. Así, la controversia por el nivel de xenofobia contenido en la cláusula sobre la extradición de extranjeros sorprendidos en delitos flagrantes, superó largamente en sus términos lo que realmente dice el articulado. Del mismo modo, las garantías de encarcelamiento exprés para los victimarios en casos de “conmoción pública” con que la mandataria buscó congraciarse ante la demanda social por mayor seguridad, tampoco están planteadas de la manera que ella pretendió y, en los hechos, no registran cambios sustanciales.

Lo que sí cambiará radicalmente es el mecanismo de enjuiciamiento, pasando del poco efectivo sistema mixto a uno acusatorio puro, similar al que rige en Santa Fe -hay que recordar que la competencia procesal corresponde a cada provincia- y en la mayor parte de los distritos del país. Esto implica trámites abreviados, oralidad, un rol más importante para las víctimas y sus familiares y, sobre todo, poner en cabeza de los fiscales de manera exclusiva, la tarea de dar impulso a las causas, reservando a los jueces el rol de tercero imparcial.

Se trata de un sistema más moderno y con mayor potencialidad de eficiencia, en la medida en que sea llevado adelante con los recursos y los modos apropiados. El problema en este caso es el efecto para este gobierno en particular, en este momento en particular: con la casi totalidad de los fiscales designados por el kirchnerismo, otros 37 cargos a crearse, y el comando del cuerpo acusatorio a cargo de una funcionaria tan alineada como Gils Carbó, todo cuadra como una maniobra para facilitar la retirada de los miembros de la actual gestión, bloqueando las causas judiciales en contra (a pesar de que el caso de los funcionarios denunciados aparece como una excepción al criterio de oportunidad, que permite elegir qué casos se impulsan y cuáles son dejados de lado).

La falta de debate real, y la desconfianza que genera todo trámite impuesto y de apuro, son los principales puntos en contra de reformas tan necesarias como, en otro contexto y de otra manera, capaces de producir aportes significativos para la comunidad.

La polémica se potencia por la desconfianza que generan los actos del kirchnerismo en el fin de ciclo, y los groseros errores que comete la presidente al comentar las iniciativas.