Día de los difuntos

Morir con esperanza

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Como todos los 2 de noviembre, recordaremos mañana a nuestros difuntos queridos. Foto: Flavio Raina

P. Hilmar M. Zanello

Todos nacemos, nos desarrollamos, encaramos los desafíos humanos y algún día también moriremos. Pensar en la muerte quizás pueda, en mayor o menor grado, deprimirnos o atemorizarnos. Evitamos hablar de ella, como solemos evitar el pensamiento sobre la amenaza de alguna enfermedad incurable.

Sin embargo, reflexionar a veces sobre la muerte, sobre la propia muerte, nos puede ayudar a descubrir mejor el valor de nuestra vida. Y, sobre todo, nos puede acercar al sentido de nuestra vida en relación con esa meta final, que nos señala nuestra fe, como es la esperanza de una vida futura y feliz.

Podemos sentir entonces que nacen de nuestro yo profundo preguntas como: “¿Quién soy? ¿Qué es la vida para mí? ¿Soy plenamente feliz? ¿Habrá algo después de esta existencia? ¿Todo terminará con mi muerte?”.

Tenemos miedo al silencio, a la meditación profunda, a los momentos de soledad, y así nos alejamos de los planteos serios de nuestra vida y no enfrentamos los interrogantes sinceros sobre la muerte.

Reflexionemos y consideremos: a) La muerte nos recuerda la finitud humana.

Pensando en ella caemos en la cuenta de nuestra propia fragilidad y de nuestros límites, porque no somos eternos. Hay algo que no podemos dominar: somos en verdad muy frágiles y vulnerables. Estamos rodeados de acontecimientos que nos recuerdan nuestro destino de peregrinos (enfermedades, epidemias, riesgos permanentes).

Estas realidades, que nos llenan de angustia e impotencia, nos invitan a cultivar los valores existenciales profundos, ocultos en nuestra vida distraída por superficialidades.

b) Vivimos con la ilusión de ser eternos.

No pensamos que ese ser querido nuestro pueda morir. Despedimos a otros cuando parten, pero no pensamos que nosotros mismos partiremos. Cicerón decía: “Incluso el hombre más viejo está persuadido de tener al menos un año más de vida”.

c) El papel de Dios.

Muchos cristianos han crecido con la idea de una fe muy simplista, basándose en la convicción de que una buena conducta y la práctica religiosa bastaban para tener a Dios de su parte y así gozar de una garantía ilimitada contra toda adversidad. Dicen: “¿Por qué este castigo, esta desgracia, cuando yo soy muy bueno?”.

d) Con una fe más profunda.

Los cristianos con una fe más profunda descubren, en el sufrimiento, que no están solos, que están aprendiendo a encontrar respuestas a tantas preguntas e interrogarse sobre adónde está Dios cuando uno sufre. Desde la fe creemos que Dios está presente entre nosotros, acompañándonos, porque también sufrió, lloró y padeció la muerte, como nosotros.

e) La búsqueda de significado.

Encontramos una salida llena de esperanza si concebimos a la muerte como un impulso a la vida eterna.

f) Respuesta de la fe cristiana.

En las palabras proféticas de Jesús encontramos esa respuesta de una nueva vida al final de esta vida terrena. Ante la tumba de Lázaro, les dijo a sus desconsoladas hermanas: “Tu hermano resucitará... yo soy la resurrección y la vida. Aunque muera, vivirán”: Recordemos también que cuando el ladrón crucificado junto a Jesús, lo invoca, recibe como promesa: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Los primeros cristianos, cuando padecían amenazas de muerte, asumían este dolor con fortaleza y hasta con alegría, porque esperaban encontrarse después de su muerte con la verdadera vida eterna.

Morir no es terminar la vida sino entrar en la victoria final, donde se vivirá eternamente y plenamente feliz; la muerte como meta. Nace así la esperanza de una nueva vida.

Podemos preguntarnos ahora: “Nuestros muertos, ¿dónde están?”. Y respondernos con las palabras bíblicas: “Se han dormido en el Señor” (1a. Cor.: 15, 18).