Tribuna política

Los peronistas no adoramos imágenes

Matías Dalla Fontana

“Infinitos los veo, elementales ejecutores de un antiguo pacto...”. Jorge Luis Borges

Adorar imágenes o recuperar la realidad

El exilio del peronismo santafesino del poder que supo ejercer durante algunas décadas lo confronta, luego de un peregrinar más o menos reflexivo y dadas las circunstancias electorales cíclicas, con ciertos embates de figuras que aumentarían la ilusión de un retorno. ¿En qué medida son estas imágenes raigambre de su identidad orgánica, o más bien reproducciones de un pasado de desmovilización, ahora devenido familiar en la promesa de sus salvadores, por imperio del mercadeo electoralista?

Toda imagen puede servir a los fines de la identificación, enlace afectivo que es constitutivo de una identidad. Pero también puede operar como captura, fascinante, trágica. La poesía de Borges, el psicoanálisis estructuralista, los relatos del pueblo judío en sus extravíos paganos, dan cuenta de esta realidad consustancial a lo humano, que el mito griego de Narciso ilustra cabalmente: no hay nada más que la vacuidad detrás del montaje de la imagen, detrás de una máscara, hay otra. Cierto día, Narciso, un joven extremadamente codiciado por su belleza, quedó prendado de una imagen en el lago, sin darse cuenta de que era su reflejo el que percibía, intentando besar al que veía. Absorto, acabó arrojándose hacia su propia imagen, capturado por el agua y embargado fatalmente por su engreimiento. “La realidad es más importante que la idea”, recuerda Evangelii Gaudium.

En la era del consumo desquiciado, donde el flujo incesante al servicio de la satisfacción fácil imposibilita a menudo anclar el pensamiento en procura del logro de racionalizaciones superiores, la política -con sus hacedores- también puede ser presa estulta de un pragmatismo estéril: es la muerte de la capacidad sublimatoria. Un movimiento político histórico puede acudir a imágenes primarias, vivificando un pasado feliz que es determinante de su presente de diáspora. O puede peregrinar hacia su identidad orgánica, reelaborándose simbólicamente en su doctrina, la que le otorgara potencia para convocar, organizar, representar y conducir al conjunto de los sectores y clases que se identifican como pueblo en una dignidad común.

Bipolaridad o peronismo

Nuestra identidad es el trabajo: Perón no ha inventado nada, ha tomado una filosofía como adecuación del intelecto a las cosas, como salida simple y humanista. Se erige hoy, cuando el mercado mundial no es un lugar de encuentro sino de combate y cuando su contracara, esto es, los sistemas clasistas, dan cuenta de excesos flagrantes contra los derechos humanos. Mientras se instalan debates entre representantes del liberalismo y la ultraizquierda compartiendo piso en los mismos canales, las ciudades en Santa Fe se tornan invivibles. Todos los santafesinos sabemos que necesitamos puestos de trabajo propiciados por un desarrollo humano donde sus pilares están absolutamente identificados: el puerto, los puentes interprovinciales en las rutas del Mercosur, la recuperación de los trenes y la infraestructura comunitaria resumida en la tríada escuela - club de barrio - servicios básicos.

Una ciudad que pueda organizarse como comunidad, donde podamos reencontrarnos sin aniquilarnos, es también una célula del cuerpo de lo nacional; algo del orden de lo universal visto desde nuestros barrios, parafraseando a Don Arturo. Santa Fe merece recuperar el sentido de su trascendencia capital. Ofrecer imágenes para cubrir espacios sin resolver estos mojones es, además de exasperarse por lo efímero, reintroducir la misma lógica que nos trajo hasta aquí. La de las privatizaciones, la descolectivización, los liderazgos televisivos, la no conducción. Extravíos paganos de los cuales el peronismo es su antónimo esencial.

La salida de la violencia es la ley inscripta en lo territorial

La política no se aprende, se comprende. No se enseña en los fueros académicos, comandados por dirigencias dedicadas hace casi una década a la gestión del Estado que, descontando sus buenas intenciones y antecedentes, no están en condiciones reales de impedir la fragmentación de los valores sociales en lo cotidiano. La realidad es simple; la excusa de la complejidad y policausalidad del fenómeno de la violencia y la inseguridad es una salida académica de sectores universitarios que operan como velo obturando verdades: ya no hay mesa familiar, los clubes están vacíos, no se promueve la idea de trascendencia ni de Patria en la cadena de generaciones, donde la función paterna pueda legitimar un sentido de la vida independiente de las cosas materiales que ofrece bailando por un sueño. A mediados de los años 60, Lacan había confrontado con las juventudes progresistas francesas poniendo de relieve el pasaje del discurso del amo al discurso de la universidad, que se erigía como nueva hegemonía. Fenómeno donde la politología inundó lo político y nuevas formas de ideologización progresista-liberal legitimaron al mismo tiempo, por su ineficiencia práctica supina para consolidar movimientos populares, las relaciones de dominación. Mientras tanto, en nuestras latitudes, por tomar sólo algunos ejemplos, no queda clara su posición frente a la opresión financiera mundial. Y su valoración ideológica de las paritarias como ordenador redistributivo del diálogo social se expresa en su condena sistemática al salario, demonizado como factor explicativo de la inflación. Desde estas usinas (¿liberales?, ¿progresistas?; ¿ambas?), un respetable referente nacional rosarino, apostando a la mano del libre mercado y proponiendo como máxima kantiana que se debe poder drogar quien así lo desee, asimiló, no sin banalidad, la pobreza con la falta de valores. ¿Cuál es la identidad del peronismo en esta encrucijada? ¿Imagen gastada o doctrina viva?

Una ciudad que pueda organizarse como comunidad, donde podamos reencontrarnos sin aniquilarnos, es también una célula del cuerpo de lo nacional; algo del orden de lo universal visto desde nuestros barrios.