DIGO YO

La escuela

La escuela

Natalia Pandolfo

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Un día cerraron la escuela. Ante la multitud de padres azorados y niños sueltos como ramillete de globos sin dueño, un cartelito rezaba: “Cerrado definitivamente”. No había habido notitas en el cuaderno de comunicaciones, ni rumores, ni nada. Entonces un chico dijo:

—Mejor. Vamos a poder ocupar nuestro tiempo en cosas útiles.

Las madres se escandalizaron. El murmullo fue creciendo y se convirtió en una jauría de señoras indignadas. Otro pibe tiró la mochila y se sumó:

—Yo ya no aguantaba más.

Entonces llegó una maestra: su pelo teñido, su rodete deshilachado, su guardapolvo limpísimo. Pegó dos gritos y dijo: a formar, pero nadie le respondió. Lo intentó de nuevo: nada. Gritó más fuerte, colorada, un sudor frío corriendo por la frente, los ojos fuera de órbita: los chicos la miraban como si estuviera desquiciada.

—Por qué nos grita, señorita -dijo una chica, como quien dice buenos días, y se sacó el guardapolvo.

La seño Francisca, más suave, se acercó al grupo e intentó poner paños fríos. Les explicó a los presentes que debían calmarse, que ella se encargaría de entrar y ver qué estaba pasando. Los adultos se compusieron. Los pibes ya eran un batallón envalentonado.

La maestra metió por la reja su brazo, abrió la puerta, entró. El silencio era lapidario.

Las aulas vacías, los bancos pintados, las paredes rotas, el cielo herrumbrado; el aire era triste; el calor, pesado; el silencio lúgubre; el clima, hastiado. Empezó entonces a escuchar ecos: como fantasmas se oían las quejas de los docentes, que estamos desbordados, que nos exigen con planillas y con actos y con papeles que no le importan a nadie y mientras tanto los chicos están aburridos, están indomables, no nos respetan y los padres menos: los padres creen que somos sus empleados. Y también rebotaban en el aire las voces de los alumnos, hartos de escuchar todos los días lo mismo, del acto escolar en el que había que pararse frente a una multitud desinteresada a mal leer seis líneas extraídas de alguna página web, del embole suyo de cada día. Hartos de la hostilidad, hartos del hartazgo.

—No hay caso -dijo la señorita al salir, frente a la plebe expectante-. La escuela no da más.

Entonces los padres empezaron a gritar que cómo que no daba más, que para qué les pagaban el sueldo a los maestros y a los directores si no era para ir y hacer funcionar la máquina.

—No da más, señores. No se trata de esta escuela -aclaró, intentó aclarar, la seño-. Como dice un maestro amigo: la escuela es una institución del siglo diecinueve, a cargo de gente del siglo veinte, que tiene que educar a pibes del siglo veintiuno. No hay manera de que funcione.

Los alumnos respiraron aliviados. Al fin alguien comprendía. Horas, días, semanas, meses, años sintiendo que esas horas eran tiempo perdido. Que llegar, decir buenas tardes señorita formar sentarse mirar al frente estarse quieto no gritar no correr no cuestionar no hacer más ni menos que lo estipulado por una entidad superior desconocida y eructar fórmulas inútiles, todo eso podía unirse por las cuatro puntas y ser arrojado lejos, bien lejos, al andarivel de la historia.

Al fin alguien tomaría las riendas y plantearía el problema en serio. Sería una revolución. Los chicos aprenderían de acuerdo a sus capacidades y serían estimulados en sus talentos. Las maestras estarían contentas, inventando nuevas formas para enseñar a volar e intentando planear en vez de planificar. Los pizarrones verdes y negros con los que aprendieron nuestras abuelas serían finalmente desterrados a la nebulosa del pretérito imperfecto y habría espacios libres para poder jugar, para conocerse con otros, para aprender de lo cotidiano, para establecer criterios más cercanos a sus deseos, a su identidad, a sus necesidades. Para recuperar la magia de aprender cosas nuevas: el milagro del descubrimiento.

Algunos padres no entendieron. Otros levantaban una ceja como quien dice por qué no, si al fin y al cabo todos estamos sosteniendo lo insostenible. Los pibes celebraron la victoria ingresando a la escuela a jugar: hasta entonces les estaba vedado correr en el patio -como un pez al que no se le permite habitar el agua. La seño Francisca sintió una cosquilla en la panza: hacía años que para ella educar se había convertido en una más de sus rutinas. Tendría que reencontrarse con aquella vieja llamita que un día la llevó a anotarse como alumna del profesorado. La señorita gritona tuvo que ser atendida por una ambulancia y después pidió licencia por tiempo indeterminado. Nunca más la volvieron a ver.