editorial

  • Más conocido por su viejo acrónimo que por su denominación actual, el organismo de espionaje del Estado sigue mostrando un trasfondo alarmante.

Cambios y constantes

Los cambios producidos en los últimos días en el gabinete presidencial tuvieron como epicentro la Secretaría de Inteligencia (SI), el organismo alguna vez conocido con el desprestigiado acrónimo Side, cuyo cambio de denominación no varió los aspectos más espinosos de su condición y funcionamiento.

Se trata, en términos mejor sintonizados con el lenguaje popular, de la dependencia que se ocupa de las tareas de espionaje. Una tarea que, hasta donde se sabe, muy poco se ha aplicado a cuestiones como narcotráfico, delitos económicos de gran escala y demás actividades del crimen organizado que, junto con la defensa del país contra el terrorismo internacional y todo tipo de amenazas exteriores, forman parte de sus áreas de interés, según el art. 2 de la ley 25520. La misma ley que vino a formalizar la actuación de ese brazo del Estado, creado en 1946 -con otro nombre- por Juan Domingo Perón para tener provisión de inteligencia civil al margen de la militar, y desde entonces regido por leyes y decretos de tipo secreto. La nueva ley de inteligencia nacional, ahora sí de carácter público, fue promulgada el 3 de diciembre de 2001 y fue uno de los últimos actos de gobierno de Fernando de la Rúa.

En las sucesivas gestiones democráticas, la Side fue conocida y mencionada por inflitrarse en manifestaciones y protestas, realizar tareas de vigilancia interna sobre políticos opositores y diversas personalidades, y por las denuncias sobre filtraciones dirigidas o maniobras extorsivas con la información recabada.

Su actuación para establecer la presunta responsabilidad de funcionarios iraníes en el atentado contra la Amia, en estrecha colaboración con agencias internacionales, en tanto, fue el prólogo para lo que hoy se consigna como una de las razones de quiebre con el gobierno, por efecto de la firma del cuestionado memorándum con el país islámico. Como aparente derivación de ésto surge uno de los motivos invocados públicamente desde el oficialismo para el desplazamiento de la cúpula de los espías: la provisión al periodismo de información delicada, como el hipotético plan de un atentado del grupo fundamentalista Isis contra la presidente de la Nación, antes de hacerlo con la propia mandataria.

Los demás motivos -confesos o no- son igualmente alarmantes: afrontar el desmanejo financiero y la falta de control operativo sobre el grupo, obturar el flujo de datos comprometedores para el entorno kirchnerista en medio del cambio de ciclo, contar con una herramienta para enfrentar y condicionar a los jueces embarcados en causas de corrupción, desarrollar campañas contra dirigentes partidarios incómodos o díscolos.

En cualquiera de los supuestos, o por el efecto combinado de la suma de ellos y los reconocidos antecedentes de la ex Side, la perspectiva es alarmante. Y es el producto directo de una concepción del poder que declina la claridad y el profesionalismo al servicio de la Nación, y opta por contar con espacios turbios y poco fiables, pero funcionales a las necesidades de los integrantes del gobierno, sus familiares y favorecidos. Todo ello a costa de los recursos del Estado y en desmedro de su misión: proteger, según el mandato de la ley: “la libertad, la vida, el patrimonio de los habitantes, sus derechos y garantías y las instituciones del sistema”.

Hasta donde se sabe, la SI se ocupó más de infiltrarse en protestas, espiar a personalidades y explotar datos comprometedores, que de las tareas que le encomienda la ley.