Digo yo

Desencuentro

Desencuentro
 

Natalia Pandolfo

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Y finalmente llega el momento de ponerse los mejores trapos, reunirse y chocar las copas. De guardarse las miserias en el bolsillo. Después de mirarse de reojo durante todo el año, de esparcir sus malos tratos al viento, de construir ladrillo a ladrillo el edificio del desamor, algunas gentes deciden que en este momento cualquier resquemor puede ser barrido bajo la mesa llena de budines y panes dulces.

Otras gentes no: son las que más sufren. Son las que deciden hacerse cargo: vivir las fiestas como se vivió el año. Son las que lloran cada día, aguardando que el tren de los desencuentros llegue finalmente a su última estación. Son las que desesperan en la espera de que las cosas cambien: de que vuelva aquel que se fue, de que los enojos se jubilen.

Son las que ven volar los meses como un preso ve pasar los días, pero sin la ilusión de la libertad como premio. Son las que lloran en junio, en septiembre, en los días y en las noches, son las que tocan fondo sin que nadie se entere, solas en la soledad más brutal y entonces, cuando llega el momento de “pasar” las fiestas -¿no se nos ocurrió aún vivirlas, disfrutarlas, celebrarlas, algún verbo más feliz?- tienen en sus manos una decisión madura, trabajada: una pieza auténtica construida a golpes como del odio de Dios, como dice el poeta.

Son las que se ilusionaron cada minuto con la posibilidad de una mesa larga, de manteles blancos y rictus alegres, de viejos que son abrazados y niños que son sorprendidos. Son las que se golpean -una y otra vez se golpean como idiotas- la cabeza contra la pared, y sin embargo vuelven a intentarlo. Son las que ven, desesperadas, que ya nada volverá a ser como fue; y entonces deciden, tristemente lúcidos, que sea como debe ser.

Son las que escriben mensajes que nunca enviarán, las que esperan el encuentro que no fue y que ya nunca será, las que ponen sus fichas al improbable número del acuerdo. Son las que dan marcha atrás en el tiempo, obsesivas, buscando a tientas como un ciego en el túnel de la historia cuál fue el momento en que todo voló por los aires.

Algunos pasan las fiestas. Otros las viven. Los primeros tienen el refugio del consumo como un gran cubo de cristal que les permite atravesar el pantano sin embarrarse. Salen limpios: vacíos, huecos. Los segundos se ensucian en el lodo: son los que miran de frente, los ojos heridos, el alma golpeada, la esencia intacta. Son los que deciden usar las fiestas a modo de balance, los que las ven como un buen momento para rebobinar.

Algunos no se permiten caer -extrañar, sufrir, llorar, esas cosas-. Como soldados de la causa feliz, se imponen a sí mismos la obligación de sonreír, como si la vida no fuera un tornado que te empuja a un rincón del ring antes de que hayas siquiera abierto los ojos.

El reloj avanza, la hora llega y pareciera que todos estamos enmarañados en ese aura de solemnidad, de cosa última, de emoción sublime que tienen las fiestas. Entonces la angustia trepa a la garganta como un mono enloquecido y querés deshacer todo lo hecho y empezar de nuevo, por qué no, si en definitiva lo que vale es esto: esta infinita tristeza por los que no estarán en la mesa. Estás desorientado y no sabés qué trole hay que tomar para seguir. Y chocás, una vez más, la enésima, con la pared de los hechos: fríos como el acero, incontrastables, impasibles ante cualquier súplica. Te encontrás con la certeza de que somos lo que sufrimos, lo que vivimos, lo que decidimos, lo que supimos conseguir.

Nos encontramos con nosotros mismos, con este pedazo de barro que moldeamos durante el año con manos llenas de buenas intenciones y de errores triviales; levantamos la copa y brindamos con nuestro rostro del otro lado del espejo. Dolorido, sus marcas indelebles, pero genuino, claro, transparente. Brindamos por un día a día que construya mesas largas, pobladas de miradas diáfanas y abrazos cálidos, sin billetes falsos en el intercambio del afecto, sin restos rancios pateados debajo de la mesa.